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Y le volvió la espalda, olvidándolo, mientras el secretario sonreía servilmente al primo de su principal y le saludaba con varias reverencias. Aresti conocía de muchos años á aquel hombrecillo que había comenzado de escribiente en la casa y era ahora el empleado de confianza de Sánchez Morueta.

Usted está acostumbrado á oír quejarse de dolor lo mismo al rico que al pobre, á ver que todos mueren igual; por eso toma á risa las cosas de los hombres. Al fin no somos más que animales. Hace usted bien. Ríase... pero el trueno gordo se acerca. Algún día encontrarán su merecido todos los ladrones... ¡todos! incluso su primo Sánchez Morueta.

Pero al oír su lamento contra la soledad moral en que vivía, le señaló con expresión de protesta una ventana abierta del hotel, por donde se escapaban los sonidos del piano y el rumor de varias voces juveniles. «¿Y aquelloSánchez Morueta levantó los hombros con expresión de indiferencia. Lo que llaman mi palacio murmuró no es para más que una casa de huéspedes.

La injuria á Sánchez Morueta le mordía el pensamiento: aquel salivazo parecía haber caído sobre su alma. ¡Ay, el intruso!

Y Sánchez Morueta tropezaba con una estatua impasible, estrellándose en todos sus intentos por darla vida. Nada malo podía decir ella. Era virtuosa y era fiel. Bien es verdad, que aunque quisiera faltar á sus deberes le hubiese sido imposible. Su carne y su pensamiento estaban muertos para el amor.

Mejor prefiere una merienda con gente de boina que un banquete en el palacio que Sánchez Morueta tiene en Las Arenas... ¡Ser primo de Don José y pasarse meses sin verlo!... ¡Pero qué famoso es el doctor!

Sánchez Morueta reía ruidosamente. Estás loco, Luis. Por algo tienes esa fama de original. La lectura te ha trastornado el seso. ¿A qué tanto fantasma, y dramas, é intrusos... y demonios coronados?

Doña Cristina y su hija fueron pasando entre las filas de penitentes arrodilladas á los lados de los confesonarios. Para ser verano estaba muy concurrido el templo. Pero la de Sánchez Morueta reconocía la influencia de la estación en la clase de público. Las señoras eran menos que en el invierno.

Bilbao hablaba de Sánchez Morueta con admiración: sonaba su nombre á todas horas. Mientras los demás dormían, él había visto claro; cuando la gente comenzaba á despertar, ya era él millonario. Tras sus espaldas de luchador victorioso marchaba una corte de ingenieros, contratistas y tardíos buscadores de la fortuna. «Tu primo está loco escribía el señor Juan á su sobrino.

Don José, un momento, dijo el hombrecillo; me permito recordar á usted el encargo de doña Cristina, ya que está aquí el señor doctor. Y como Sánchez Morueta pareciera no acordarse, el secretario se inclinó hacia él, murmurando algunas palabras. El millonario dudó algunos momentos mirando á su primo. Es un favor que te pide Cristina dijo con alguna vacilación.