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Actualizado: 17 de julio de 2025


A la salida, Sánchez Morueta sólo osaba poner el pie en la calle cuando tenía su carruaje cerca y podía escapar, ante la mirada atónita de los solicitantes que esperaban horas y más horas.

Todos hemos prosperado, Luis. A me rodea la felicidad: pero es por fuera: en todo lo que se ve.... Ahora, por dentro... por dentro cada uno sabe lo que lleva. Fué una «comida íntima» la que dió Sánchez Morueta por ser sus días. No estaban en el comedor otras señoras que la esposa del millonario y su hija.

Sánchez Morueta, hablaba á su primo con la cabeza baja, como un criminal, que, con voz sorda confiesa su crimen, y únicamente cerrando los ojos adquiere la fuerza necesaria para seguir mostrando su conciencia. Había sido un miserable. Le repugnaba el recuerdo de su debilidad, las lágrimas con que había mojado durante toda la noche el cuello insensible de aquella mujer.

Es muy honrada, muy virtuosa dijo con amargura el millonario, Pero, para , como no existiera. ¡Ay, Luis; estoy solo! Yo creo que la vida debe ser otra cosa: tanta honradez es inaguantable. Llegaba hasta el jardín la vocecita de la hija de Sánchez Morueta, cantando al piano el Goizeko izarra, la invocación melancólica á la estrella de la mañana.

Y Aresti vivió tres años en París, hizo la vida de estudiante en el Barrio Latino, fué interno en los hospitales, al lado de los más célebres cirujanos, y la fama de sus estudios llegó hasta Bilbao antes que él regresase. Cuando volvió, su carrera estaba hecha, entrando en su prestigio lo mismo el éxito de sus operaciones que la calidad de pariente de Sánchez Morueta.

Pepita no la acompañaba. Decía estar enferma; se quejaba de dolores de cabeza, sentía un malestar general; en fin, cosas de muchacha, y doña Cristina la dejaba en el hotel bajo la vigilancia del aña Nicanora. Sánchez Morueta estaba en Madrid desde hacía una semana, muy atareado por los nuevos negocios que todos los meses hacían necesaria su presencia en la capital.

El timbre sonó de nuevo en el silencio del escritorio y corrió el criado al despacho. Trae otro café. Sánchez Morueta fumaba el tercer cigarro, á juzgar por las dos colillas arrojadas á sus pies, sobre el pavimento de madera encerada, tersa como un espejo.

Suelta á la pantera de nuestra historia gritaba el médico; déjala en libertad, después que ha costado un siglo de esfuerzos colocar ante ella unos barrotes por entre los cuales saca las patas siempre que puede, y ya verás cómo corresponde á tu candidez de liberal á la antigua. ¿Y qué quieres? preguntó Sánchez Morueta. ¿Matarla? ¿Crees que eso es posible, de un golpe?

Hasta los señores de Madrid que gobernaban el país le buscaban y mimaban para que prestase ayuda al Estado en sus apuros y empréstitos. ¡Y el doctor Aresti, amado por Sánchez Morueta con un afecto doble de padre y de hermano, se empeñaba en vivir fuera de su protección, más allá de la lluvia de oro que parecía caer de su mirada y que hacía que los hombres se agolpasen en torno de él, con la furia brutal de la codicia, obligándolo á aislarse, á permanecer invisible, para no perecer bajo el formidable empujón de los adoradores!... La única merced que el médico había solicitado de su poderoso pariente, era el establecimiento en la cuenca minera de un hospital para los trabajadores que antes perecían faltos de auxilio en los accidentes de las canteras.

¡Se va!... ¿Y por qué?... ¡Qué yo! Cosas de muchachos. Creerá que ya no puede vivir aquí. Tal vez sufra como el mal de amores. En él no resulta extraño: es cosa de la juventud. Sánchez Morueta no preguntó más. Adivinaba en la sonrisa del doctor algo que no quería conocer. Al mismo tiempo le causaba alegría la posibilidad de que el joven sufriera como él.

Palabra del Dia

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