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Actualizado: 3 de julio de 2025


Un camino. A lo lejos, el verde y oloroso cementerio de una aldea. Es de noche, y la luna naciente brilla entre los cipreses. Don Juan Manuel Montenegro, que vuelve borracho de la feria, cruza por el camino, jinete en un potro que se muestra inquieto y no acostumbrado a la silla.

Fermín, hijo mío... has hecho bien. No había otro remedio que la venganza. eres el mejor de la familia. Mejor que yo, que no he sabido guardar a una moza. La entrada en Matanzuela fue trágica: Rafael quedó absorto de sorpresa. Habían matado a su señorito, ¡y era él, Fermín, quien lo había hecho! Montenegro se impacientaba. Quería que lo condujese a Gibraltar, sin ser visto de nadie.

Montenegro, desde su mesa, veía al jefe discutiendo con el director del escritorio, removiendo los papeles y haciéndole preguntas sobre los negocios, con un acierto que revelaba que todas sus facultades útiles se habían concentrado al servicio de la industria. Había transcurrido más de una hora, cuando Fermín se vio llamado por el jefe.

Decaen: ya no son los mismos de aquellos tiempos en que la casa Dupont era una bodega poco más grande que una barraca, pero enviaba sus botellas y hasta sus barricas al señor Pitt, al señor Nelson, al señor Velintón y a otros caballeros cuyos nombres figuran en las soleras más antiguas de la bodega grande. Montenegro seguía riendo al oír estas lamentaciones. Ríe, muchacho, ríe.

Pero aun así, ¡qué angustias no la hacían sufrir aquellos extranjeros rubios y antipáticos que tenían la audacia de leer la Biblia a su modo y en su lengua, sin creer en Su Santidad, ni ir a misa!... Montenegro conocía uno de los últimos disgustos de la piadosa señora, que le habían relatado los criados de la casa. Los Dupont tenían un viajante sueco, el mejor agente de su negocio.

Sintió celos de Fermín Montenegro, que acababa de llegar de Londres, y reanudando su intimidad infantil con Lola, la visitaba con frecuencia, atraído por su picaresco lenguaje. Las escenas domésticas acababan a golpes.

Fermín Montenegro era perseguido por homicidio; su proceso seguíase aparte, pero nada perdía la sociedad con exagerar los sucesos, poniendo un muerto más en la cuenta de los revolucionarios. Habían sido condenados muchos a presidio. La sentencia derramaba cadenas con una prodigalidad aterradora sobre el mísero rebaño, que parecía preguntarse con asombro qué era lo que había hecho en aquella noche.

Y sin levantar la vista de la mesa, comenzó a apurar rabiosamente las cañas que tenía delante. Fermín dijo de pronto mirando a su amigo con los ojos enrojecidos. Yo estoy loco... loco perdío. Ya lo veo contestó Montenegro flemáticamente, sin dejar de comer. Fermín; paece que un demonio me sopla a la oreja las mayores barbaridades.

Quédate ordenó brevemente a Montenegro; tengo que hablarte. Y le volvió la espalda para seguir hablando a los forasteros de su tesoro de vinos. Fermín, obligado a seguirles silencioso y encogido como un doméstico en su marcha lenta por entre los toneles, miraba a don Pablo.

La diferencia radical entre el ambiente casi monástico del escritorio, con sus empleados silenciosos, encorvados junto a las imágenes de los santos, y aquel grupo que rodeaba a Salvatierra de veteranos de la revolución romántica y jóvenes combatientes de la conquista del pan, turbaba al joven Montenegro.

Palabra del Dia

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