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Actualizado: 3 de julio de 2025
En el fondo de la bodega de embarque estaba el cuarto de las referencias, «la biblioteca de la casa», como decía Montenegro. Una anaquelería con puertas de cristales guardaba alineados en compactas filas miles y miles de pequeños frascos, cuidadosamente tapados, cada uno con su etiqueta, en la que se consignaba una fecha.
Don Juan Manuel Montenegro hoy es tan pobre como vosotros. Es rico de caridad. En donde está el fuego, está Dios Nuestro Señor. El fuego es más que el pan y que el agua y que la sal. Todo en el mundo, para ser, requiere una chispa de lumbre. Lo mismo el vino que la sangre, y los ojos si han de tener luz, y la tierra si ha de dar fruto.
Un tonel aislado esparcía un perfume acre, que, como decía Montenegro, «llenaba la boca de agua». Era un vinagre famoso, de una vejez de ciento treinta años. Y a este olor seco y punzante uníanse el perfume azucarado de los vinos dulces, y el suave, de cuero, de los secos.
Y saludando a los forasteros con un gesto de bondad altiva y señorial, que Montenegro había visto muchas veces en doña Elvira, el temible Dupont hizo un ademán a su empleado para que le siguiese. Fuera de la bodega detúvose don Pablo, quedando los dos hombres al aire libre, con la cabeza descubierta, en medio de una explanada.
Es muy vieja, toda arrugada, con ese color oscuro y clásico que tienen las nueces de los nogales centenarios. Atraviesa la nave, y el lento arrastrar de sus madreñas cuenta sus años. Aquella mujeruca sirve desde niña en la casa de Don Juan Manuel Montenegro: Es Micaela la Roja, que conoció a los difuntos señores cuando entró de rapaza de las vacas, por el yantar y el vestido.
Esto se acabará continuó Dupont, exaltándose con sus propias palabras. A Montenegro no le infundían temor estas amenazas. Las había oído muchas veces: después de un domingo de gran fiesta, el amo hablaba siempre de despedir a los extranjeros; pero luego sus conveniencias comerciales le hacían aplazar la resolución, en vista de los buenos servicios que prestaban en el escritorio.
Examinarían con más claridad el asunto... El temor de verse obligado a aceptar las proposiciones de Montenegro le hacía insistir en su negativa. Todo menos casarse... No le era posible; le repudiaría su familia, se reiría de él la gente; perdería su porvenir político. Pero el hermano insistió con una firmeza que aterraba a Luis: Te casarás; no hay otro remedio.
A los pocos pasos, Montenegro vio venir hacia él una mujer que, con su paso vivo, su gesto arrogante y el incitador meneo de su cuerpo, parecía alborotar la calle. Los hombres detenían el paso para verla y la seguían con los ojos; las mujeres volvían la cabeza con un desdén afectado, y después que pasaba cuchicheaban señalándola con un dedo.
Pero pasando de la ternura a la cólera, con su vehemencia de impulsivo, se fijó en Fermín, como si hasta entonces, hablando de la fiesta, se hubiese olvidado de él. ¡Y tú no viniste! exclamó rojo de indignación, mirándole duramente. ¿Por qué?... Pero no hables: no mientas. Te advierto que lo sé todo. Y siguió hablando a Montenegro en tono amenazador.
No tengo más que uno... ¡Uno solo que llena toda mi vida!... Haré Confesión pública... Llamad a los criados... Que acudan todos... ¡Criados de mi casa!... ¡Hermanos que llegasteis aquí conmigo!... ¿Dónde estáis? ¡Quiere hacer confesión ante vosotros Don Juan Manuel Montenegro! ¿Dónde estáis? ¡Llegad todos! El hijo y el capellán se interrogan con una mirada.
Palabra del Dia
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