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Actualizado: 3 de julio de 2025
Montenegro sonrió. ¿Y eso era todo? ¡Riñas de novios; caprichitos de muchacha, que se enfada para animar la monotonía de un largo noviazgo! Ya pasaría el mal viento.
En lo más alto del frágil edificio estaban dos aprendices recogiendo las que les arrojaban desde abajo, entrecruzándolas, añadiendo nueva altura a la frágil construcción que sobrepasaba los tejados y amenazaba derrumbarse, cimbreándose al menor movimiento como una torre de naipes. El encargado de la tonelería, un hombre robusto, de sonrisa bondadosa, se aproximó a Montenegro.
Su traje de campo estaba sucio de polvo; lo llevaba con descuido, como si olvidase aquella arrogancia que le hacía ser considerado como el más elegante y majo de los jinetes rústicos. ¿Pero estás enfermo, Rafael? ¿Qué te pasa? exclamó Montenegro. Penas dijo lacónicamente el aperador. El domingo pasado no te vi en Marchamalo; y el otro tampoco. ¿Es que estás de morros con mi hermana?...
La lluvia moja el rostro de Don Juan Manuel Montenegro. EL CABALLERO ¿Quién es? Un marinero de la barca de Abelardo. ¿Ocurre algo? Una carta del señor capellán. Cayó muy enferma Dama María. ¡Ha muerto!... ¡Ha muerto!... ¡Pobre rusa! Retírase de la ventana, que el viento bate locamente con un fracaso de cristales, y entenebrecido recorre la antesala de uno a otro testero.
Montenegro creyó que le había reconocido, pues al alejarse, agitó una mano entre la nube de polvo, gritándole algo que no pudo oír. Esos van de juerga, don Fernando dijo el joven cuando se restableció el silencio en el camino. Les parece estrecha la ciudad, y, como mañana es domingo, querrán pasarlo en Matanzuela a sus anchas.
Oliveros, el mayor, tiene el noble y varonil tipo suevo de un hidalgo montañés. La barba de cobre, los ojos de esmeralda y el corvar de la nariz soberbio, algo que evoca, con un vago recuerdo, la juventud putañera de Don Juan Manuel Montenegro. Allá, en su aldea, la madre y el hijo suelen enorgullecerse de aquella honrosa semejanza con el Señor Mayorazgo.
Montenegro recordaba la estupefacción de la gente un año antes, cuando un perro de los que guardaban por la noche las bodegas mordió a varios trabajadores. Dupont había acudido en su auxilio, temiendo que el mordisco les produjera la hidrofobia y, para evitarla, les hizo tragar en el primer momento, en forma de píldoras, una estampa de santo milagroso que guardaba su madre.
¡Buen animal! dijo Montenegro dando palmadas en el cuello del corcel. Y los dos jóvenes quedaron silenciosos examinando la inquieta nerviosidad de la bestia, con el fervor de unas gentes que aman la equitación como el estado perfecto del hombre y consideran al caballo cual el mejor amigo.
El roble tallado y oscuro parecía reír con los temblones colores del rayo de sol. Montenegro siguió adelante. Las bodegas de Dupont formaban un escalonamiento de edificios. De unos a otros extendíanse las explanadas, y en ellas alineaban los arrumbadores las filas de toneles para que los caldease el sol.
Cualquier día se pelearán, saliendo de una de sus juergas echando sangre; pero, mientras tanto, se creen felices y exhiben su dicha con una desvergüenza admirable. Yo creo que lo que más les divierte es la indignación de don Pablo y su familia. Montenegro relató las últimas aventuras de estos enamorados, que alarmaban a la ciudad.
Palabra del Dia
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