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Actualizado: 3 de octubre de 2025
Fermín Montenegro contemplaba tristemente el curso de esta lucha sorda, que había de terminar forzosamente con algo ruidoso; pero de lejos, rehuyendo el trato con los rebeldes, ya que no estaba en Jerez su maestro Salvatierra. Callaba también en el escritorio, cuando en su presencia manifestaban los amigos de don Pablo los crueles deseos de una represión que atemorizase a los trabajadores.
El mundo, para marchar bien, debía organizarse con arreglo a las sanas tradiciones... Lo mismo que su casa. Un sábado por la tarde, Fermín Montenegro, al salir del escritorio encontró a don Fernando Salvatierra. El maestro dirigíase a las afueras de la ciudad para dar un largo paseo.
Don Ramón, por sus anuncios y sus alardes de religiosidad, era la persona de confianza de Dupont el mayor; pero Montenegro no le temía, conociendo las creencias del pasado que aún perduraban en él. Más de media hora pasó el joven examinando sus papeles, sin dejar de mirar, de vez en cuando, al vecino despacho, que seguía desierto.
Muchos ricos de Jerez vivían de este modo con sus hembras, a las que todos respetaban como esposas legítimas; y si no llegaban al matrimonio, era únicamente por ser de baja condición... ¿Tampoco le bastaba este arreglo? A ver: que propusiera algo Fermín, y acabarían de una vez. Sí, hay que acabar de una vez repitió Montenegro. Menos palabras, pues me duele hablar de esto.
Durante algunos minutos permaneció don Pablo con el oído en el aparato, prorrumpiendo en alegres exclamaciones, como si le satisfaciese lo que le decían. Cuando volvió hacia Montenegro, ya no parecía acordarse de lo que motivaba la visita de éste. ¡Van a entrar, Fermín! exclamó frotándose los manos. Me dicen de parte del alcalde, que los de Caulina comienzan a dirigirse hacia la ciudad.
No, señora decía sonriendo la muchacha; no quiero ser monja. A mí me tira la vida. Para Fermín Montenegro no eran un secreto los disgustos de carácter espiritual, las grandes contrariedades que sufría la viuda de Dupont por culpa de los negocios.
Los principales casinos de la ciudad, los mejores cafés, abrían sus ventanales de vidrios sobre la calle. Montenegro lanzó una mirada al interior del Círculo Caballista. Era la sociedad más famosa de Jerez, el centro de reunión de la gente rica, el refugio de la juventud que había nacido poseedora de cortijos y bodegas.
Y como si temiese hablar demasiado y que alguien le espiase, se despidió apresuradamente de Fermín, volviendo al lado de los trabajadores que golpeaban los toneles. Montenegro siguió adelante, entrando en la principal bodega de la casa, donde se guardaban las soleras antiguas y envejecían los vinos de crianza.
La mejor edición de la obra del Obispo Peña y Montenegro dicen que es la de 1754, porque está purgada de muchos yerros. II, cap. VIII ex n. 79 etc. lib. III, capítulo VII. RAROS Ó CURIOSOS QUE TRATAN DE AM
¡Ahueca! repitió el señorito, como si fuese a darle de patadas, con la arrogancia de la impunidad. El Chivo salió y los dos amigos volvieron a sentarse. Luis ya no parecía ebrio: antes bien, hacía esfuerzos por mostrarse sereno, abriendo los ojos desmesuradamente, como si intentase anonadar con la mirada a Montenegro.
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