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Actualizado: 18 de mayo de 2025


Una mañana, al llegar á una encrucijada del Bosque, Alicia echó su caballo por la avenida que le pareció preferible, sin consultar á su acompañante. No; por aquí dijo imperiosamente Miguel. No me da la gana; ¡por aquí! contestó ella con tono enfurruñado.

Pierde cudiao, Baldomero repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón. Tus hijo serán lo mío. En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro. El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel. ¡Qué tristesa, D. Miguelito del arma, qué tristesa!

Miguel frecuentaba la alta sociedad y era amigo de varios personajes políticos; se le conocía en los salones como en la Universidad por el nombre de Riverita, y era generalmente querido por su figura simpática, aunque exigua, y su trato franco y gracioso.

Pasó un rato agradable Miguel, oyéndoles disertar en estilo pintoresco, sobre tauromaquia, que para ellos era el compendio de todas las ciencias, y el fin supremo de la vida humana, y se despidió al cabo afectuosamente, no sin haber sido antes convidado a una novillada de aficionados que Enrique y sus amigos estaban organizando a beneficio de unos náufragos que se habían perdido en el Adriático.

Timoteo salió a alquilar un carruaje. Tanto él como Mario se brindaron a acompañarle y sus esposas respectivas lo mismo. Miguel Rivera, que estaba allí casualmente, también quiso ser de la partida. A las tres de la tarde salieron todos, en un familiar, de la calle de Ramales, célebre ya en todo el orbe, en dirección a la puerta de Toledo. El día claro y apacible.

Reposaba la mirada de doña Guiomar en la de Miguel de Cervantes, y la mirada de éste en la de ella, y no parecía sino que en aquellas dos miradas sus almas se mezclaban y se confundían para no ser más que una sola alma.

No ve á nadie detrás de él, pero sus ojos, á través de los grupos que ocupan las mesas, encuentran algo que hace temblar su voz. Esa es, príncipe. Miguel no la hubiese reconocido. Ve cómo entran en el café dos señoras, escoltadas por dos oficiales americanos.

¡San Miguel, San Bernabé! exclamó dejando caer su tabaquera con un ruido tan seco, que el gato extendido en una poltrona saltó a tierra con un desesperado maullido. Mi tía que dormía, se despertó sobresaltada y gritó: ¡Ah, bestia! Dirigiéndose a mi, y no al gato y sin saber de qué se trataba. Pero este epíteto componía invariablemente el exordio y la peroración de todos sus discursos.

Allí, en medio de sonrosadas y luminosas nubes, se adelantan los tres arcángeles, Miguel, Rafael y Gabriel, y declaman, al compás de una música verdaderamente celestial, aquel elocuentísimo himno en alabanza del Criador y en alabanza del Universo, su obra, la cual sigue hoy tan perfecta como en el día en que fué creada.

Bien dijo la brigadiera con voz un poco temblorosa. ¿Y consentiría V. que me viniese a vivir con ustedes? ¿Por qué no? ¡Oh mamá! exclamó Miguel enternecido; me hace V. feliz con esa respuesta. ¡Tengo unos deseos tan vivos de vivir con VV.!... Y apoderándose al mismo tiempo de una mano de la brigadiera, la besó con efusión repetidas veces, mientras dos lágrimas le resbalaban por las mejillas.

Palabra del Dia

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