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Pierde cudiao, Baldomero repuso el anciano con la voz anudada y llevándose la mano al corazón. Tus hijo serán lo mío. En aquel instante se oyó un gran vocerío en la plaza. Era la plebe, que saludaba la entrada del quinto toro. El Cigarrero se dejó caer sollozando en los brazos de Miguel. ¡Qué tristesa, D. Miguelito del arma, qué tristesa!

Las que salimos mejor libradas, las de lavadero, pagamos sábado treinta ríales de pila y colada; dos ríales de mozos que cuelen con cudiao; por cada carretilla de ropa de la pila al cuelo, y del cuelo a la pila, una perra grande; en los tendederos otra perra, y en cuantito que llueve, que recojan pronto, otra perra... por subir y bajar talegos una peseta viaje; y ponga usted jabón, palas, jornal de ayudantas, valor de prendas perdías... y las heladas y los calores... las que tién más suerte les queda diez u doce ríales por semana... vamos, lo que usted gasta en un puro. ¿Qué quiuste que comamos? ¡Y ahora pone el alcalde otra contribución! ¡Como no sus demos morcilla!

El mejor obsequio que se puede hacer a un forastero después de beber unas copas de ron y marrasquino, es llevarle a la Casa de fieras y pasearle un buen rato en torno de la jaula de los micos. «Anda, anda, que Grabiel bien se divierte por allá por Madrid... no se esté con cudiao por él, tía Rosa... toa la tarde se la pasa mira que te mira a los micos en un sitio que llaman la Casa de fieras, que le digo, así Dios me salve, que no hay otra cosa que ver en Madrid