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Actualizado: 11 de julio de 2025


Pero Pintado tenía manos de hierro, aunque era de pocos ánimos, y una vez lanzado al heroísmo, no sólo sujetó a Mauricia, sino que le aplicó dos sonoras bofetadas. La escena era repugnante.

No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar.

lo has de ver. ¿Cómo que lo he de ver? Vaya, que tienes unas cosas... Mauricia se echó a reír con aquel desparpajo que a su amiga le parecía el humorismo de un hermoso y tentador demonio. En medio de la infernal risa, brotaba esta frase que a Fortunata le ponía los pelos de punta: «¿Te lo digo?... ¿te lo digo?». ¿Pero qué? Se miraron ambas.

Hay que decir de paso que doña Lupe estaba algo desilusionada, pues había creído que Guillermina iba siempre a sus visitas benéficas con un regimiento de señoras. «¿Pero dónde están esas damas distinguidas de que hablan los periódicos? Por lo que voy viendo, aquí no viene más dama que yo». Viendo Fortunata que Mauricia se dormía profundamente, salió a la sala. No había nadie.

Y cuando sus ojos se encontraban con el rayo de aquellos ojos negros, sentía una impresión no muy grata, al modo de esos presentimientos inseguros que son, no como el contacto de un objeto, sino como la sensación del aire que hace el objeto al pasar rápidamente. «Según ha dicho el médico indicó la Delfina decidida a pegar la hebra , la pobre Mauricia no saldrá de esta».

Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su amiga se había puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros toques semejantes aunque de diverso carácter. Largo tiempo estuvo desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce, cuando en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz, notó que Mauricia se levantaba.

Luego pasó a la sala, seguida de doña Lupe, que quería meter baza a todo trance: «Tendremos sumo gusto en venir mañana. Aprecio mucho a Mauricia, que a no ser por el maldito vicio, sería una buena mujer, trabajadora, fiel... Y dígame usted: de noche habrá que velarla. Yo no tendría inconveniente en quedarme alguna noche; y si no, mi sobrina...». Dios se lo pague a usted... Se acepta, se acepta.

No hagas locuras... Si me sueltas te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero si te obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo no le diré nada a D. León ni a las monjas para que no te riñan... Mauricia, chica, ¿qué haces...? ¿Me comes, me comes...?». Y nada más... ¡Qué desvarío!

Cautivábale sin duda su franqueza y aquella prontitud de su entendimiento para encontrar razones que explicaran todas las cosas. La fisonomía de Mauricia, su expresión de tristeza y gravedad, aquella palidez hermosa, aquel mirar profundo y acechador la fascinaban, y de esto procedía que la tuviese por autoridad en cuestiones de amores y en la definición de la moral rarísima que ambas profesaban.

Después del trinquis, Mauricia pareció como si resucitara, y su cara resplandecía de animación y contento.

Palabra del Dia

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