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Actualizado: 11 de junio de 2025


Subió la enana a su celda, y la algazara de las recogidas le anunciaba por el camino las diabluras de Mauricia, que tenía el ratón vivo en la mano y asustaba con él a sus compañeras. Costó algún trabajo restablecer el orden y que Mauricia diese muerte a la víctima y la arrojase.

Si en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase.

Las alhajas, vestidos de señora, encajes y mantones de Manila que pasaban a ser suyos, tras largo cautiverio, vendíalos por conducto de una corredora llamada Mauricia la Dura. Esta iba a la casa con frecuencia en otros tiempos; pero ya apenas corría, y doña Lupe la echaba muy de menos, porque aunque era muy alborotada y disoluta, cumplía siempre bien.

Siempre fue ronca la voz de Mauricia; pero había bajado ya a lo más grave del diapasón. «¡Dios mío! se dijo Fortunata, oyéndola después de mirarla , ¡si parece un hombre...!». Doña Lupe, en tanto, sentándose en una de las sillas de paja, pronunciaba las frases de consuelo propias de la ocasión, añadiendo: «Eso para que aprendas... y tengas formalidad.

Muy a menudo andaba Sor Marcela por allí, pues tenía la llave de la leñera y carbonera, la del calabozo y la de otra pieza en que se guardaban trastos de la casa y de la iglesia. Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar a la monja cuando pasaba.

Algo había oído ella contar del desmedido afán de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el caso del Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata.

¿Qué pareja ni pareja? dijo Guillermina incomodadísima . ¡Mauricia!... ¡cómo se entiende! Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de lleno la descalabra. «¡Jesús!... Pero no, no es nada». Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó: «Infame, a , a me has tirado!».

Cuando pasaba bajo los balcones el cuerpo inerte de Mauricia la Dura, cargado por los de Orden Público y escoltado por el gentío, Fortunata se quitó del balcón, porque le faltaba ánimo para presenciar tal espectáculo. Doña Lupe y Papitos que lo vieron todo, y esta tuvo aún la pretensión de que su ama la dejase ir a la botica para ver la cura que le hacían a aquella borrachona.

Luego revolvió a todos lados sus miradas anhelantes, diciendo: «Severiana, o , o cualquiera, ¡si quisierais darme!...». Doña Lupe y la comandanta habían entrado también. «¿Qué tal, Mauricia? Hoy es para ti día feliz. Recibes a Dios, y ves a tu nena. ¡Oh, qué maja está!».

Mauricia seguía dando besos al aire y diciendo cosas que enternecían a las demás... «, pensó doña Lupe, que también estaba conmovida . ¡Cuánto quieres a tu hija!... ¡Te la beberías!». Fortunata no aguardó al fin de la escena. Sentía en su interior un trastorno tan grande, que una de dos, o rompía en llanto o reventaba.

Palabra del Dia

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