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Actualizado: 27 de mayo de 2025
La tabernera dejó caer la cabeza sobre el mostrador, ocultándola entre sus manos, y así permaneció algún tiempo sacudida por incesantes carcajadas. Poco á poco estas sacudidas fueron siendo menos vivas, hasta que cesaron por completo. Al cabo alzó su rostro enteramente bañado de lágrimas, y dijo sonriendo: ¡Qué tonta soy! ¿verdad, Manolo? ¿Te has puesto mala? preguntó él con ansiedad.
Por todo lo cual, el nombre del majo sonaba en la casa del guarda como el de un amigo y á la vez como un protector. Soledad olvidó á Manolo en cuanto Velázquez depuso con ella la actitud paternal y principió á requebrarla de amores.
Allí, de bruces, en el sitio mismo que había ocupado Manolo Uceda la noche que había llegado, sollozó largo rato. Las lágrimas refrescaron su alma. Al erguirse de nuevo había recobrado la calma; era otra mujer. Cuando en su espíritu sencillo y limitado penetraba una idea, inmediatamente se enseñoreaba de él y no dejaba espacio para ninguna otra.
«¿Pero se va usted...? ¿Se ha puesto malo? ¿Es que no le gustan mis sermones?». «Si no me voy, la entrego pensaba el misántropo, apretando los labios... . Esta pícara me está asesinando». ¿Te vas, Manolo? le preguntó D. Baldomero desde el otro extremo de la habitación. ¡Si me echan, padrino...! Su hijita de usted me quiere desterrar. ¡Ay, qué pillo!... Si es todo lo contrario.
Su tío Manolo venía también a verle; pero era muy caprichoso y desigual en sus visitas; le daba una temporada por ir casi diariamente y sacarle a menudo a paseo, violentando para ello la voluntad del director y las prácticas del establecimiento; después se pasaba dos o tres meses sin parecer por el colegio.
Como ahora se hallaba desprovista de pámpanos, habían echado por encima algunas sábanas para guardarse del sol de Febrero que ya quemaba. Á las dos mujeres se habían agregado algunas otras y les hacían compañía Antonio, Frasquito, Manolo Uceda y algún otro joven.
Se citaron para el anochecer del día siguiente en el «Ventorro de las Latas», y al caer la tarde reuniéronse en la glorieta de los Cuatro Caminos el señor Manolo y Maltrana.
¡Manolo! dijo al fin bastante fríamente. ¿De dónde sales? ¿De dónde salgo?... Pues del tren, y antes de una fementida tartana que me ha desparramao los huesos por el cuerpo... Pero choca, criatura. ¿Es que no quieres darme la mano? añadió poniéndose serio repentinamente. ¿Por qué no? dijo ella extendiendo su mano regordeta por encima del mostrador.
Amargo desengaño debió de experimentar cuando al penetrar en los salones y tropezar con una porción de distinguidos salvajes a quienes trataba con intimidad, Pepe Castro, el conde de Agreda, Maldonado y otros, observó que todos le volvían la espalda y se apresuraban a alejarse. Tan sólo el fiel Manolo, el loco marqués de Dávalos, la reconoció y consintió en la mengua de ofrecerla el brazo.
¡Ay!, yo iba a ver si te sacaba la cartera sin que me sintieses... Vaya con la descuidera... ¡Quia!, si no sé... Esto quien lo hace bien es Guillermina, que le saca a Manolo Moreno las pesetas del bolsillo del chaleco sin que él lo sienta... A ver... Jacinta, dueña ya de la cartera, la abrió. ¿Te enfadarías si te quito este billete de veinte duros? ¿Te hace falta? No por cierto.
Palabra del Dia
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