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Actualizado: 5 de octubre de 2025


Mira, este pelo que traes en la manga, largo y rubio, pelo de mujer, ¡ay, qué asco! Con que de Susana, ¿eh? quite usted, so camandulero. ¿Y esta carta? No dice nada de particular, pero estos garabatos son de mujer. ¡Ay, qué desgraciada soy! Si yo hubiera sabido esto, no me habría casado contigo. Don Bernardino callaba y sufría.

Vinieron siguiendo á los nuestros más de 600 infieles, hasta los bateles disparándoles una tempestad tan espesa de saetas, que parecía una manga de langostas, pero ninguna les hizo daño, porque hallaban resistencia en los cueros, que despedían las flechas; y aun siendo preciso que el P. Patiño estuviese por dos veces en la proa descubierto á los tiros, aunque por todas partes le caían las flechas, ninguna le tocó.

El español quedó estupefacto ante la orden de esta gran dama, acostumbrada á imponer sus más raros caprichos. Ruborizándose, como un soldado que sólo ha vivido entre hombres, acabó por recogerse la manga izquierda de su uniforme, mostrando un antebrazo moreno, velludo, con gruesos tendones, hondamente surcado por la cicatriz de un balazo recibido allá en España.

Antes de la reacción religiosa que en Vetusta, como en toda España, habían producido los excesos de los libre-pensadores improvisados en tabernas, cafés y congresos, era el Arcipreste el confesor de la nata de la Encimada, porque tenía la manga ancha en ciertas materias; pero ya la moda había cambiado, se hilaba más delgado en asuntos pecaminosos y el Magistral que se iba con pies de plomo era preferido.

Sus acompañantes volvieron a las naves con la comida, y él siguió adelante por las costas de la isla, completamente solo, hasta que pudo comprar a un cacique una canoa, dándole por ella una bacineta de latón que guardaba en la manga, el sayo y una camisa, de dos que tenía.

Aquel marido hipotético, aquel ser abstracto salía a cada momento en la conversación con la misma realidad que si fuera de carne y hueso y estuviera en la habitación contigua. La que comenzaba ahora a teclear en el piano era Emilita, las más musical de las cuatro hermanas. Las otras tres estaban ya en pie, cogidas a la manga de la levita de otros tantos jóvenes; como si dijéramos, en la brecha.

Para fijar esta operación, echó mano de las agujas enhebradas que llevaba en una manga y cosió minuciosamente los extremos de los vendajes. Gallardo golpeó el suelo con los pies apretados, que parecían más firmes dentro de su blanda envoltura. Sentíalos en este encierro fuertes y ágiles.

El mosto que chorreaba débilmente caía con ruido de fuente escasa en los recipientes de piedra, y un largo tubo de cuero, semejante a una manga de incendio, lo tomaba de las pilas y lo conducía al fondo del lagar en donde el sabor azucarado de las uvas aplastadas se convertía en olor a vino y en cuya proximidad era la temperatura muy alta.

Pero enredándose en estos líos muchas veces, fué al mostrador; llenóle con la tiza de números como la palma de la mano; los borró dos veces con saliva y la manga del chaquetón; escribiólos de nuevo, y al fin volvió a la mesa, diciendo en seco: Tres pesetas, con la estaca.

¡Pero, Medea!... ¡Silencio! ¡hombre sin pudor!... ¡habráse visto canalla igual!... ¡corriendo las calles de noche, echando cuchufletas a las sirvientas en las puertas de calle! ¡Vea usted! ¡Esa manga denuncia al canalla!

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