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Es que lo ve imposible. ¿Quién rompe esa muralla de carne? Pues cualquiera. Verá usted cómo voy allá y lo traigo en seguida replicó D. Martín, hombre de carácter enérgico y expeditivo, disponiéndose a levantarse. D. Juan le retuvo por la manga de la levita. No; déjelo usted... Acaso no quiera venir... Ya conoce usted su carácter.

De pronto, y al parecer por impulso espontáneo, el pañuelo comenzó a deslizarse poco a poco hacia la mano del chino. Desde la mano de Ah-Fe, siguió hacia dentro de su manga, lentamente y con un movimiento pausado, como el de la serpiente, y luego desapareció en alguno de los repliegues de su vestidura.

Miguel, colocándose á sus espaldas, vió que tenía una manga casi suelta, dejando ver la blanca carne del brazo y la deliciosa oquedad de la axila con su fino musgo. Se arrepintió de su violencia, de sus maneras, que rompían al acariciar, como las de un marinero ebrio. Otra vez se apiadó Alicia de su confusión infantil. No vale la pena.

A la espalda, y ceñida por los pechos, traía el uno una camisa de color de camuza, encerada, y recogida toda en una manga; el otro venía escueto y sin alforjas, puesto que en el seno se le parecía un gran bulto, que, a lo que después pareció, era un cuello de los que llaman valones, almidonado con grasa, y tan deshilado de roto, que todo parecía hilachas.

Y en estos sitios, como si se gozase en mostrar su poder, adoptaba un continente grave y severo que en otras partes no se le conocía. Cuando daba con alguna familia despreocupada, con poca afición a la iglesia, ensanchaba la manga, se hacía benigno y tolerante, procurando nada más que guardasen las formas y no diesen mal ejemplo a los otros.

El mismo silencio. El P. Gil, o estaba pensando en otra cosa, o el estupor le había inmovilizado. Sin duda creyó lo primero Obdulia, porque dijo con cierta viveza: , señor, me he hecho en el brazo esta quemadura... Y al mismo tiempo levantó la manga del vestido y puso al descubierto una herida fea y dolorosa que tenía en el antebrazo.

Bien conocía aquella chaqueta; era la de su principal, la que tantas veces le había rozado al descansar paternalmente la manga sobre su hombro. Miss, saliendo de su escondite, frotábase contra sus piernas gruñendo amistosamente. Pero, en fin, ¿qué era aquello? Nada significaba el pedazo de tela. Pero ¿dónde estaba el señor Cuadros?

Pero no osaba acercarse al portugués en público, y espiaba la ocasión de una entrevista; un día y otro día entraba en la Bolsa, y antes que la pizarra, sus ojos buscaban el levitón café, le seguía, le rozaba con la manga al pasar, pero sin detenerse; don Bernardino saludaba sonriendo y el señor de Melo Portas mostraba sus dientes de jabalí, lo que más parecía amenaza de mordisco, que expresión de cortesía.

Dame bonete compuesto De mil tocas y bengalas Y plumas, porque no hay galas Que luzgan sin plumas: presto. Dame una manga bordada De aljófar y oro, a dos haces. Los amores son rapaces: Con rapacejos me agrada. Dame borceguí de lazo Y acicate de oro puro, Y porque vaya seguro, Ensillarásme el picazo.

De todos modos, creo que algunos de los espectadores se encontraban afectados compadeciéndola sinceramente. Alejandro Tipton pensaba que aquello era muy duro «para Sal», y conmovido con tal reflexión, se hizo por el momento superior al hecho de tener escondidos en la manga un as y dos de triunfos. Hay que confesar que el caso no era para menos.