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Actualizado: 3 de mayo de 2025
Nunca se había visto en otra la gran dama; y este sencillo y honrado placer se le debía a la mujer de un magistrado cesante. ¡Y ella se había pasado la vida pagándolos a precios exorbitantes en las grandes cúspides sociales, sin adquirir uno solo que no la dejara rastros de amargura y de remordimientos!
Vérod cayó de rodillas, rompiendo a llorar. Y en medio de su llanto oyó claramente la voz que le decía: «Perdona...» Al día siguiente le llamó el juez. Era la primera vez que se encontraba ante el magistrado desde el día en que éste, después de triunfar sobre sus argumentos, le había dicho que creyera en el suicidio.
Ante mis ojos estupefactos, don Hermenegildo se puso en cuatro patas. Entonces, Pedro Barquín, colono de la duquesa, hombre tosco y de aspecto soez, se colocó detrás del viejo magistrado, e introduciéndole el pie por la entrepierna, lo levantó en vilo y lo lanzó a regular distancia.
Por más que su antipatía por la joven no cediera, el magistrado se veía obligado a reconocer que ésta poseía una cultura fuera de lo común: escribía correctamente el español, el inglés y el alemán; enviaba a los periódicos bibliografías en que daba cuenta de toda clase de publicaciones científicas y filosóficas.
El magistrado a su vez se quedó sin responder, y Vérod, comprendiendo que por fin había obtenido en aquella lucha una ventaja, continuó: Ella pensaba y escribió que en algunos casos se puede huir de la vida sin merecer reproche; pero podrá darse muerte el que está solo, no aquel de quien depende otro. ¿No acaba usted de leer sus palabras? «Hay en el amor algo grave: que cada amante no es solamente responsable de sus propias acciones, sino también de aquellas a que impulsa a su amado.» ¿Y ella me habría dado el ejemplo de la muerte?... Yo creo en la hermosura de su alma; en otra cosa no creo.
Pudiera ser también que un cuákero ú otro individuo perteneciente á una secta heterodoxa, iba á ser expulsado de la ciudad á punta de látigo; ó acaso algún indio ocioso y vagamundo, que alborotaba las calles en estado de completa embriaguez, gracias al aguardiente de los blancos, iba á ser arrojado á los bosques á bastonazos; ó tal vez alguna hechicera, como la anciana Señora Hibbins, la mordaz viuda del magistrado, iba á morir en el cadalso.
Por lo tanto había regresado, y volvió á llevar en el pecho, por efecto de su propia voluntad, pues ni el más severo magistrado de aquel rígido período se lo hubiera impuesto, el símbolo cuya sombría historia hemos referido, sin que después dejara jamás de lucir en su seno.
Al día siguiente Ferraz, el magistrado alegre, encontró a Nepomuceno en la calle, y le dijo: ¿Van ustedes a tener algún pleito? ¿Cómo pleito? ¿Con quién? Lo digo porque todas las tardes veo a Bonifacio echar grandes párrafos en La Oliva con el Papiniano de la quintana, con Cernuda el joven. ¡Hola! ¿Con que esas tenemos? pensó don Nepo; pero se guardó de decirlo.
Don Valentín, tímido y pacífico, enamorado de su mujer en los primeros años de matrimonio, y lleno después de consideración hacia ella, no se atrevía á chistar en su presencia, si ella no le mandaba que hablase. Era D. Valentín un virtuoso caballero, pero débil y pusilánime. Había sido, por amor y respeto á su honra, un magistrado íntegro.
Vuestro principal objeto debe ser precaver toda division, radicar la confianza entre el subdito y el magistrado, afianzar vuestra union recíproca y la de todas las demas provincias, y dejar expeditas vuestras relaciones con los vireinatos del continente. Evitad toda innovacion ó mudanza, pues generalmente son peligrosas y expuestas á division.
Palabra del Dia
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