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-Y ¿cómo se llamaba ese capitán, señor mío? -preguntó el oidor. -Llamábase -respondió el cura- Ruy Pérez de Viedma, y era natural de un lugar de las montañas de León, el cual me contó un caso que a su padre con sus hermanos le había sucedido, que, a no contármelo un hombre tan verdadero como él, lo tuviera por conseja de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego.

Ni cinco minutos tuvieron que esperar, porque al punto entraron dos madres que ya estaban avisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, un hombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase D. León Pintado, y en nada correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquel pasmarote tan grande y tan jovial se abrazaron y se saludaron tuteándose.

Llamábase Molina y en él estaban reunidas y ponderadas de tal suerte y en tan justa medida la ilustración, las facultades reflexivas y las condiciones de pintor, que sabía estudiar, convertir el estudio en inspiración, madurar el pensamiento, y luego darle forma, haciendo que en su pintura hubiese idea y que ésta no quedara empequeñecida por mal interpretada.

No hay que decir que mi padre había clasificado a Belarmino y todos los suyos entre las personas viles. Así pasaron cerca de dos años. Un mes de septiembre, volviendo la duquesa de la aldea, me invitó a comer. Cuál no sería mi susto y perplejidad cuando vi que había otro invitado, nada menos que Su Ilustrísima el señor Obispo de la diócesis. Llamábase Fray Facundo Rodríguez Prado.

A menudo se arrimaba a Manolita un señorito muy planchado y tieso, con cierto empaque ridículo y exageradas pretensiones de elegancia: llamábase don Víctor de la Formoseda y estudiaba derecho en la Universidad; don Manuel Pardo le veía gustoso acercarse a sus hijas, por ser el señorito de la Formoseda de muy limpio solar montañés, y no despreciable caudal.

Pues este lo llevaré también. Gracias. Vámonos, Sancho. Este nombre, aplicado al subdiácono, dio por un momento al padre Gracián cierta apariencia quijotesca. Pero no es aquel nombre capricho del narrador. Llamábase en efecto el subdiácono José Sancho; era natural de Palma de Mallorca, y tenía veinticuatro años de edad y siete de Compañía.

Llamábase Azán Agá, y llegó a ser muy rico, y a ser rey de Argel; con el cual yo vine de Constantinopla, algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir a nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huirme, y ninguna tuvo sazón ni ventura; y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad; y cuando en lo que fabricaba, pensaba y ponía por obra no correspondía el suceso a la intención, luego, sin abandonarme, fingía y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil y flaca.

Era una joven bastante feíta y enfermiza; pero buena, afectuosa y con cincuenta mil duros de dote. Llamábase Carmen. A los tres o cuatro años de casados, ésta, viéndose cada vez más delicada de salud, perdió la esperanza de tener familia.

Flaco, seco, y con cara de contradicción, hacía de notario de reinos don Jorge Ganzúa, que lo había sido de Coria. Veíase a otra parte de pie, y en actitud de huir a la primera orden, a un cabo del Resguardo, partidario que fue del año 23. Representaba éste al ministro de la Guerra, y llamábase Cuadrado, además de serlo.

Entre los varios adoradores y solicitantes que su mano tuvo, y que entraban y caían de su gracia alternativa y rápidamente, llegó uno que logró fijar algo más su atención. Llamábase Tomás Osorio. Era un joven de veintiocho a treinta años de edad, rico, exiguo y delicado de figura, de rostro agraciado y genio vivo y resuelto.