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Actualizado: 5 de junio de 2025
Ramiro removió entonces los labios para preguntar si en todo aquello no había nada que fuera contrario a la Santa Iglesia de Cristo; pero el mago, poniéndole el dedo en la boca, abrió un libro al azar, y leyó: «Aquél no puede ser el mayor Señor que tiene temor de alguna cosa.» «Más vale la libertad en el querer, en el recordar y en el saber que poseer un reino o un imperio.»
El Arcediano, en cuanto calló el órgano, como quien quiere interrumpir una broma con una nota seria, leyó la epístola de San Pablo Apóstol a Tito, capítulo segundo, dándole una intención que no tenía.
Mientras que los criados acudían al oír aquel grito siniestro, la señora de Latour-Mesnil, desatinada, se arrojaba sobre su hija, y al mismo tiempo que le prodigaba sus cuidados, levantaba febrilmente el telegrama. Esto fue, lo que leyó: «Soignies, tres y media. »El señor Jacobo, herido mortalmente, acaba de sucumbir. Luis.»
Clara, en los días que lleva de soledad, ha cambiado mucho. ¡Hay en su carta tan singular exaltación, tan profunda tristeza, tan amargos pensamientos!... Lee, lee dijo el Comendador con viva emoción. Lucía leyó como sigue: "Amada Lucía: Mil gracias por todo cuanto estás haciendo por mí. Sería yo desleal si te ocultase nada de lo que siento.
Y sacando del bolsillo una carta, hizo como que buscaba con la mirada un párrafo, y leyó lo siguiente: «Lo de París va mal, muy mal, y es preciso que estemos dispuestos a obrar con rapidez y energía si se nos echa encima alguna complicación. Sé de buena tinta que la casa Garcitola está haciendo negocios desastrosos.
La leyó velozmente, y después dejó escapar un grito de espanto, comprendiendo que la hija de Burton Blair había huido del hogar.
Leyó el cura para sí tres o cuatro renglones y dijo: -Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leella toda.
Fue viendo que el hombre, envilecido desde su nacimiento por una culpa ajena, no puede redimirse de ella; supo que el alma, capaz del crimen, está hecha a semejanza de Dios; leyó que la misericordia celeste puede ser también cruel, haciendo eternos los castigos, y que la voluntad divina es capaz de trastornar las leyes eternas de la materia y la energía.
La niña se levantó a su vez de la silla, fuese a la rinconera donde estaba el santo, y tomó de ella un librito que tenía por registro la hoja seca de una flor. Desplegó aquella página señalada, y, con voz lenta y dulce, leyó a la asombrada mujer: «Dadme, Señor, a comer el pan de mis lágrimas y a beber con abundancia el agua de mis lloros....»
«Ya tengo el don de lágrimas, leyó el Magistral en voz alta como diciéndoselo a jilgueros y gorriones, petirrojos y demás vecinos de la enramada, ya lloro, amigo mío por algo más que mis penas; lloro de amor, llena el alma de la presencia del Señor a quien usted y la santa querida me enseñaron a conocer. En fin, de esto ya le hablé.
Palabra del Dia
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