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Y sacando del bolsillo una carta, hizo como que buscaba con la mirada un párrafo, y leyó lo siguiente: «Lo de París va mal, muy mal, y es preciso que estemos dispuestos a obrar con rapidez y energía si se nos echa encima alguna complicación. de buena tinta que la casa Garcitola está haciendo negocios desastrosos.

Cristeta le parecía hermosísima, encantadora; pero cada día más suya. Le tenía como hechizado. Algunas noches hasta se le olvidaban los preparativos de fuga. Ni siquiera mentaba la quiebra de Garcitola y Compañía. Por fin, comenzó a monologuear, ni más ni menos que personaje dramático.

Todo lo cual oído con profunda atención, dijo Cristeta: Bueno, ahora explícamelo. Yo tenía valores de importancia colocados en esa casa Garcitola y Compañía, de París.

¿Hará usted lo que yo le pida? De cabeza. Dios se lo premie. Deseo que averigüe usted, y me diga, dónde está en París una casa de banca española que se llama de Garcitola y Compañía. Vamos, las señas para poder enviar una carta. Pues... se me figura que en ninguna parte. ¿Por qué? Porque mi padre está en relación con casi todas las casas españolas de París, y esa no la he oído nombrar nunca.

A la noche siguiente supo Cristeta que ni en París ni en Madrid había tal casa de Garcitola ni solo ni con compañía: y lo peor del caso era que su adorador no mentía. ¡Lo que yo me figuré! exclamó ella. Ahora venga la mano dijo él.

Había momentos en que le daban ganas de echarlo todo a rodar, declarándose vencido y confesando que la casa Garcitola y su quiebra eran pura embustería. Al mismo tiempo, y esto que era grave, cuanto más dueño se hacía de Cristeta, más se asombraba de no sentir amagos de hastío: indudablemente el amor de aquella mujer era un bebedizo que en vez de calmar la sed, la producía y excitaba.