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Actualizado: 25 de junio de 2025
Y en una de estas entrevistas, donde las palabras se interrumpían con repentinos impulsos de pasión y las frases se cortaban con un salto de bestia en celo, ahogándose entre las bocas juntas y los pechos oprimidos por el abrazo, fue cuando Leonora manifestó su capricho. Me ahogo aquí dentro.
Rafael intentó decir que la encontraba más hermosa que antes, y así lo creía de buena fe. La veía más cerca de su persona: era como si descendiese de su altura para aproximarse a él. Pero Leonora, adivinando sus palabras y queriendo evitarlas, se apresuró a seguir hablando.
La pobre Leonora entró en el vicio por la puerta grande. De un golpe se sumergió en todas las vilezas aprendidas por aquel vejestorio en su larga carrera por camerinos y bastidores. Boldini hubiera querido conservar eternamente a su discípula; nunca la encontraba suficientemente preparada para hacer su debut. Pero de allá abajo, apenas si venía dinero.
Supimos un día, por su hermana doña Pepa, que se había ido con la niña, lejos, muy lejos, a aquella ciudad donde estuviste tú, Rafael: a Milán, que, según me han contado, es el mercado de todos los que cantan. Quería que su Leonora fuese una gran tiple. Ya no le vimos más. ¡Pobre hombre!... La cosa debió marchar bien.
Seremos tan pecadores como en otra parte, pero no queremos que nadie se entere. Me temo que esa Leonora se pase la vida sin más sociedad que la de su tía, que es tonta, y la de una criada franchuta que dicen ha traído... Aunque ella ya se lo recela. ¿Sabéis lo que le dijo ayer a Cupido?
Le parecía que abandonándola, iba a perder el calor de aquella noche de dulce intimidad, el contacto del hombro suave y carnoso que había estado horas enteras apoyado en él. Mientras se ajustaba al cuerpo las prendas de su traje ya secas, Leonora le miraba fijamente. Quedamos entendidos, ¿eh? preguntó con lentitud. Amigos, sin esperanza de más.
Leonora, apoyando en la balaustrada su pecho soberbio, inclinaba la cabeza, brillando a la luz de la antorcha el casco de oro de su opulenta cabellera. Buscaba conocer en la penumbra a aquel otro tripulante que permanecía sentado y encogido junto al timón. ¡Pero qué buen amigo es este Cupido!... Gracias, muchas gracias.
Necesito aire. Pasearon por la avenida orlada de rosales y transcurrieron algunos minutos, sin que se cruzara entre los dos una palabra. Leonora se mostraba pensativa, con las cejas contraídas y los labios apretados, como si sufriera la mordedura de penosos recuerdos.
De vez en cuando surgía en su memoria el recuerdo de aquella aventura de la juventud. Los ocho años transcurridos le parecían un siglo. Rafael se sentía alejado de aquellos sucesos por toda una vida. El rostro de Leonora se había esfumado poco a poco en su memoria hasta perderse. Sólo recordaba los ojos verdes, la cabellera brillante como un casco de oro.
Leonora se serenó, y lentamente fue retrocediendo algunos pasos, mientras Rafael se incorporaba, recogiendo su sombrero. Fue una escena penosa. Los dos sentían frío, no veían luz, como si el sol se hubiera apagado y sobre el huerto soplase un viento glacial.
Palabra del Dia
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