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Actualizado: 25 de junio de 2025
Y sin cesar de mostrar su asentimiento a lo que no oía, con movimientos afirmativos de cabeza, miraba allá abajo ansiosamente, temiendo que Leonora se hubiese marchado.
Y Leonora, olvidada ya de las aglomeraciones de las grandes ciudades, se admiraba ante la confusión de gente que se agita en la plaza llamada del Prado, donde todos los miércoles se verificaba el gran mercado del distrito.
Se acercaba todos los días con timidez, cual si la viese por vez primera y temiese ser rechazado; la besaba con adoración y recogimiento como una joya frágil que pudiera romperse bajo sus caricias. ¡Pobre Selivestroff! Era el único amante cuyo recuerdo conmovía a Leonora.
¡Cómo recordaba Leonora aquella época de estrechez y ensueños!... Poco a poco iban devorando la pequeña fortuna que al doctor le restaba allá abajo. Había que vivir y pagar a los maestros.
Alguna tarde salía a pasear por las afueras; iba al huerto de su hermana, junto al río, llevando siempre al lado a Leonora, que ya tenía unos once años. En ella concentraba todo su afecto... ¡Pobre doctor!
Esta es una atención de las que no se olvidan... ¿Pero quién viene con usted?... El barbero ataba ya la barca a los hierros cuando Leonora le hizo esta pregunta. Es don Rafael Brull contestó con lentitud. Un señor al que creo ha visto usted otra vez. A él debe agradecerle la visita. La barca es suya, y él es quien me metió en la aventura.
Usted se extrañará de mis actos y palabras continuó Leonora aproximándose más a él, apoyando un hombro en el suyo, con un abandono fraternal, como si estuviera junto a una amiga.
Pasaban junto a ellos otros carruajes en los que brillaban curiosas miradas, sondeando el interior de la berlina y admirando aquella mujer hermosa y desconocida. ¿Qué contestas, Leonora? Aún podemos ser felices. Olvida mi falta, el tiempo pasado; imagínate que ayer fue nuestra despedida en aquel huerto, que hoy nos encontramos para vivir eternamente unidos. No dijo fríamente la artista.
Está usted descubierto, señor mío. El tímido Rafael creía que el balcón iba a hundirse bajo sus pies. Temblaba de miedo, arrebujábase en el manto de pieles, sin saber lo que hacía y protestaba con enérgicas cabezadas, negando las afirmaciones de Leonora.
Hans Keller, al ver la sonrisa que caía como un rayo de sol sobre sus partituras, las cerró, dejándose arrastrar por el amor. La vida de Leonora con el maestro fue un rompimiento absoluto con el pasado. Quería amar y ser amada, que su vida se deslizase en el misterio y se avergonzaba de sus aventuras.
Palabra del Dia
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