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Actualizado: 25 de junio de 2025


Los dos en uno continuaba el joven, con sorda exaltación, unidos para siempre; mirándose en los ojos como en un espejo; repitiendo sus nombres con la entonación de una estrofa; morir así si era preciso para librarse de la murmuración de la gente. ¿Qué les importaba a ellos el mundo y sus opiniones? Y Leonora, cada vez más débil, seguía negándose. No, no;... tengo vergüenza.

Y mientras los dos hombres se veían impulsados por un cariño un tanto despótico a sentarse a la mesa, Leonora, seguida de su doncella, entraba en la habitación inmediata, poniéndola en revolución con un retintín de llaves y ruidoso abrir de cofres.

Se levantó Leonora apoyándose en el brazo de Rafael, y comenzaron a pasear por las ancha avenida que conducía a la plazoleta desde la verja de entrada. Al alejarse de la casa, por entre las tupidas copas de los naranjos, la artista sonrió maliciosamente, moviendo una mano en actitud de amenaza. Confío en que usted habrá vuelto de su viaje más serio y respetuoso.

Se detuvo Leonora, y amenazándole graciosamente con el índice, añadió: De lo contrario, seré todo lo ingrata y cruel que usted quiera; pero a pesar de la hermosa acción de esta noche, usted no entrará más aquí. No quiero adoradores: he venido buscando reposo, amigos, tranquilidad... ¡El amor! ¡hermosa y cruel patraña!...

Al recordar aquel período de su historia, Leonora sentía un estremecimiento de pudor, un remordimiento de vergüenza. Era una loca que paseaba la tierra como una bandera de escándalo, prodigando su hermosura, ebria de poder, haciendo el regio regalo de su cuerpo a cuantos la interesaban un instante.

Pero Leonora no podía vivir lejos de la escena; las grandes damas huían de ella en el campo, y Leonora quería que la aplaudiesen y festejasen. Decidió a Selivestroff a trasladarse a San Petersburgo y cantó en la ópera todo un invierno, como una gran señora, convertida en artista por entusiasmo. Volvió a ser la mujer de moda.

Todo esto resultaba ridículo, bien lo sabía él; mejor era presentarse sin disfraz, con toda su pequeñez. Reconocía que era imposible aquella lucha para igualarse con los mil fantasmas que llenaban la memoria de Leonora; ¡pero qué no haría él por despertar aquel corazón por ser amado un momento, un día nada más, y después morir!

Leonora había dejado caer su labor sobre el banco y miraba a lo alto, marcándose la suave curva de su garganta en tensión. Parecía sumida en un éxtasis, como si pasase ante sus ojos la visión del pasado. De pronto se incorporó con un estremecimiento. Creo que estoy enferma, Rafael. No qué tengo hoy.

Leonora no era la misma de la noche de la inundación. Pasado el encanto del peligro, la novedad de la aventura, lo extraordinario de aquella entrevista, trataba a Rafael con amistosa calma, como a uno de los muchos que en la vida habían girado en torno de ella.

Leonora, siempre sonriente, parecía impacientarse. Bien sabían en la casa que ella no admitía réplicas. Vamos, Rafael, no sea usted tonto. Habrá que tratarle como a un niño. Y cogiéndole por una manga, como si se tratara de un chiquitín, comenzó a tirarle de la chaqueta. El joven, en su turbación, no sabía lo que le pasaba.

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