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Actualizado: 25 de junio de 2025


La doctora es mi enemiga... Ella, que me protegió tanto en otro tiempo, me abandona como algo viejo que es necesario suprimir. Tengo la certidumbre de que me han condenado en lo alto... Se estremecía al recordar la cólera de la doctora cuando, á la vuelta de uno de sus viajes, se enteró de la muerte de su fiel Karl.

Yo creo a veces que tengo mil años... ¡Y enferma! ¡Arrastrando para siempre las consecuencias de haber sido madre!... Deteníase al decir esto con prudente rubor, no osando confesar las internas tribulaciones que agitaban su organismo. Sus ojos iban hacia Karl con la expresión amorosa y triste de una artista que contempla su obra, fruto de penalidades, jirón doloroso de su propia existencia.

Ojeda hizo un gesto de cansancio: prefería quedarse en su camarote. Pero Mina le miró suplicante. «Novio mío... ven». Ella había de asistir para cuidar de Karl. ¡Si Fernando estuviese cerca!... No se hablarían, no se mirarían; pero ¡sentirlo junto a ella! ¡saber que podía verle con solo volver la cabeza!...

Vió con la imaginación la plácida vida de la estancia, los juegos de la chiquillería rubia, que él acariciaba á espaldas del abuelo, antes de que naciese Julio. Durante unos años había dedicado á sus sobrinos todo su amor, desorientado por la tardanza de un hijo propio. De buena fe se conmovió al pensar en la desesperación de Karl.

Mi madre murió... y yo tuve a Karl, para mayor desgracia. Quedé enferma, creo que para siempre: enferma por ser madre; enferma por haber sido esposa... ¡Ah, ese hombre!... Y sin embargo, no es un malvado: es un niño grande inconsciente; un niño que se ha vuelto cruel al convencerse de su fracaso; un egoísta que se refugia en la bebida y sólo a ratos se da cuenta del daño que me ha hecho... Yo perdí la voz, me marchité siendo aún joven, y tuve valor para huir del teatro antes de alegrar a las compañeras con una ruina total.

Los Hartrott se trasladaron á Berlín luego que Karl hubo vendido todos los bienes, para emplear el producto en empresas industriales y tierras de su país. Desnoyers no quiso seguir viviendo en el campo. Veinte años había sido el jefe de una enorme explotación agrícola y ganadera, mandando á centenares de hombres en varias estancias.

¿Creen ustedes que ya no puedo sostenerme?... Aún tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco. El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusiones. Karl, necesitado de protección, vivía á la sombra del francés, aprovechando toda oportunidad para abrumarle con sus elogios.

Karl, en cambio, manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo... Había dejado sus dos hijos mayores en un colegio de Alemania.

Vió la estancia, vió á sus cuñados que tenían el segundo hijo. «Le pondré el nombre de Bismarck», decía Karl. Luego, remontando muchos escalones, se veía en Berlín durante su visita á los Hartrott. Hablaban con orgullo de Otto, casi tan sabio como el hermano mayor, pero que aplicaba su talento á la guerra.

Y como un eco de las reflexiones del rústico personaje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba á media voz un himno de Beethoven. «Cantemos la alegría de la vida; cantemos la libertad. Nunca mientas y traiciones á tu semejante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la tierra.» ¡La paz!... A los pocos días se acordó Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo.

Palabra del Dia

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