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Actualizado: 25 de junio de 2025


Fíjate, gabacho decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en torno de él . Yo soy español, francés, Karl es alemán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayudante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y entre los peones los hay de todas castas y leyes... ¡Y todos vivimos en paz!

Pero durante la velada sintió la necesidad de descargar en alguien la cólera interna que le venía royendo desde su último viaje á Buenos Aires, é interrumpió al cantor. Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás macanas que le has contado á la niña? Karl abandonó el piano para erguirse y responder.

Era la época de su gloria, durante la cual había cantado fuera de la tierra germánica las obras del más famoso de los maestros alemanes. El pequeño Karl, niño de gravedad hombruna, al ver a su madre en conversación con este desconocido, había olvidado el libro de estampas, marchando hacia ella para colocarse entre sus rodillas.

Al entrar en la goleta encontró á Karl, el dependiente de la doctora, que había traído su pequeño equipaje y acababa de instalarlo en el camarote. «Podía retirarse...» Luego pasó revista á la tripulación. Además de los tres sicilianos viejos, vió ahora siete mocetones rubios y carnudos con los brazos arremangados. Hablaban italiano, pero el capitán no tuvo dudas sobre su verdadera nacionalidad.

Era la primera vez que se encontraban juntos después del paso de la línea. Se adivinó en su nerviosa inquietud un deseo de huir, de restablecer la indiferencia que los había mantenido apartados. Intentó hablar Ojeda. Pasó una mano acariciante por la sedosa cabeza de Karl, pero apenas si éste se volvió a mirarle, ocupado como estaba en la contemplación del mar.

Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín visitaron á los Desnoyers en su castillo de Villeblanche. Karl von Hartrott apreció con bondadosa superioridad las colecciones ricas y un tanto disparatadas de su cuñado. No estaban mal: reconocía cierto cachet á la casa de París y al castillo.

Pasando de un ventanal a otro para ver mejor la llegada de las olas, Ojeda se encontró al lado de Mina. La rubia cabeza de Karl, que se agitaba con sonoras risas a cada golpe de mar, le hizo fijarse en la mujer que estaba detrás sosteniéndolo entre sus brazos. Como si le avisase el magnetismo de una mirada fija en sus espaldas, la madre volvió la cabeza, palideciendo al reconocer a Fernando.

Con todos sus millones, á lo más que podían aspirar era á unir sus hijas con oficiales de infantería de línea. ¡Mientras que Karl!... ¡Los parientes de Karl!... Y «la romántica» dejaba correr la pluma glorificando á una familia en cuyo seno creía haber nacido. De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llegaban otras breves dirigidas á Desnoyers.

Y para más ironía, Maud hablaba en francés con acento nasal: «Mes compliments, mon cher; tous mes compliments». ¡Pobre Mina!... Algunas veces, mientras hablaba Fernando con Mrs. Power, la había visto pasar cerca de ellos llevando de la mano a Karl. Fingía no conocerlos, torcía los ojos, pero se adivinaba en su gesto la amargura de la decepción.

Los fugitivos le buscaron en una de sus visitas á la capital, implorando su protección. «La romántica» lloraba, afirmando que sólo su cuñado, «el hombre más caballero del mundo», podía salvarla. Karl le miró como un perro fiel que se confía á su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes.

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