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Actualizado: 13 de mayo de 2025
Menos Josefina, que no podía explicarse todo el alcance de la conversación, todos tomaron parte en ella: mostrando su opinión unos acaloradamente, con tibieza otros, como quien ignora la de los dueños de la casa y no quiere desagradar; este hablando en nombre de la moral ultrajada, y aquél tratando de darse por ingenioso, mientras alguno comía en silencio, riéndose para sus adentros en general de la virtud, y en particular de los virtuosos.
Y yo de ti, niña bonita respondió él, por decir algo. ¿Quiere usted poner el candelero en su sitio, Borrén? interpeló Josefina con voz aguda . Me ha manchado usted todo el traje. ¡Mire usted qué graciosilla es esta, hombre! advirtió Borrén señalando a Carmela la encajera, que tenía los ojos bajos . Algo descolorida... pero graciosa. ¡Calle! dijo la viuda de García... . ¿Tú por aquí?
¡Tu marido! ve, Catalina, evítame un desastre; el conde es orgulloso y yo estoy desarmado. ¡Desarmado! ¡desarmado no! en aquel retrete hay armas de todas clases, blancas, de fuego... ¡Oh! ¡Dios mío! ¡Dios mío! Espera, Josefina, espera... y tú espera también... Yo te juro que, á pesar de todos los condes y de todos los maridos del mundo, no te me escaparás, no huirás de mi.
Lázaro no durmió aquella noche. La conmoción recibida era demasiado fuerte. Por vez primera se daba cuenta del género de afecto que le inspiraba Josefina, y vivo todavía el dolor de verla desear la vuelta de Félix a la casa, sintiendo la pena de recordarla implorando su ayuda, comprendía la grandeza de su mal y lo imposible del remedio.
De repente, hacia la puerta que conducía a las habitaciones de Josefina, se oyó el crujir de un vestido de seda que rozaba contra el muro: era que la niña venía al cuarto de su madre. Lázaro se puso en pié, indicando a la duquesa con los ojos el ruido de los pasos que se acercaban, y ella bajó calladamente la cabeza.
Era esa la condición del cuerpo de Josefina semejante a la de la cola que los escultores usan para vaciar sus estatuas, que recibe toda forma que se le quiera imprimir. Josefina entraba dócil en los moldes impuestos por la moda, sin rebelarse ni protestar jamás. Tenía su físico algo de impersonal, una neutralidad que le permitía variar de peinado y de adorno sin mudar de tipo.
Cuando tenía la niña a sus pies ensangrentada y temblorosa, en sus miradas de angustia, en sus gestos, en el timbre de su voz creía ver al amante humillado y suplicante, y sentía un áspero goce que hacía brillar sus ojos y dilataba las ventanas de su nariz. Josefina era un retrato en miniatura de Luis.
Paquito decía ayer que Napoleón no hubiera sido nada sin Josefina.
Era cerca del anochecer cuando Josefina, decidida a pedir a su madre que la ayudase a facilitar la reconciliación con Aldea, cruzaba la galería, en cuyos vidrios venían a dar los últimos resplandores del día. Al ver entornada la puerta, miró hacia dentro. El salón estaba casi oscuro; todo era sombra.
Oyes, Josefina: ¿a quién quieres más, a tu madrina o a tu padrino? preguntole aquél. A madrina respondió la niña sin vacilar. Y a quién quieres más, ¿a tu padrino o al conde? La niña le miró sorprendida con sus grandes ojos azules. Pasó por ellos una ráfaga de desconfianza y respondió frunciendo su hermoso entrecejo: A mi padrino.
Palabra del Dia
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