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Actualizado: 6 de junio de 2025
Yo me creo sumergida en un éxtasis divino. ¿No será esta misma la felicidad que nos aguarda en el Cielo? ¿Podrá existir en el mundo otra mayor? ¡Sí, sí que existe! exclamó Amaury, volviendo a abrir los ojos y viendo que la hermosa cabeza de la joven se inclinaba hacia él. Sí, Magdalena mía: existe otra mayor todavía. Y ciñole el cuello con sus brazos.
Ya caigo en la cuenta dijo ; en efecto, el capitán general tuvo la idea de endosarme esa letra de cambio. ¿Y qué tal era mi presunta prima? Fea como el pecado mortal. Su espaldilla izquierda se inclinaba decididamente hacia la oreja del mismo lado, y la derecha, por el contrario, demostraba el mayor alejamiento por la oreja su vecina. ¿Y qué respondiste?
El Príncipe se inclinaba hacia ella, como si estuviera ansioso por oír la respuesta, o por sugerírsela él mismo. Sí contestó con firmeza la joven. ¿Sabe usted repuso Ferpierre señalando al Príncipe que él aparenta no creer que usted me lo haya dicho? Comprendo el motivo que puede aconsejarle ocultar la verdad. Pero esto se llegaría a saber de todos modos, y, además, no me ofende.
Marcos Divès, de pie en medio de otro grupo, del que sobresalía completamente su cabeza, hablaba y gesticulaba, señalando ya a un punto de la sierra ya a otro. Frente a él se hallaba el anciano pastor Lagarmitte, con una amplia blusa gris, una larga trompa de madera colgada del hombro y su perro. Lagarmitte escuchaba al contrabandista con la boca abierta y de vez en cuando inclinaba la cabeza.
Roberto nada decía, pero con frecuencia se inclinaba hacia mí y me hacía una seña amistosa, como si juzgase prudente consolidar nuestro pacto cada cinco minutos: trabajo inútil, pues nada estaba más lejos de mi imaginación que la idea de romperlo. Cuando hubimos trotado una media hora a un paso bastante vivo, detuvo su caballo y me dijo: ¿Bueno, chiquilla? ¿Qué hay, «grande»? ¿Regresamos?
Gallardo, estupefacto ante su obra, inclinaba la cabeza bajo el chaparrón de insultos y amenazas. «¡Mardita sea la suerte!...» Había entrado a matar lo mismo que en sus buenos tiempos, dominando la impresión nerviosa que le hacía volver la cara como si no pudiese soportar la vista de la fiera que se le venía encima.
Donde ella estuviera, que no se murmurase; no lo consentía. Cuando llegaron al cenador donde se empezaba a servir el café, la de Rianzares inclinaba su cabeza de fraile corpulento cerca del hombro del Magistral, diciendo con los ojos en blanco, y llena de miel la boca: ¡Vamos! ¡amigo mío!... se lo suplico yo... acompáñeme al Vivero... sea amable... por caridad....
Aquí, en donde el monarca se inclinaba sobre su trono de oro, el ágil y silencioso lagarto se desliza como un espectro hacia su casa de mármol, al pálido resplandor del creciente lunar. Pero, oíd.
Cuando salía de la escena entre aplausos, por pocos que fueran, veía a Reyes que batía palmas entusiasmado; entonces sonreía ella, inclinaba la cabeza saludando y pasaba discretamente cerca del infeliz enamorado. ¡Qué perfume el que dejaba tras de sí aquella mujer! Era un perfume espiritual, según él; no se olía con las groseras narices, sino con el alma.
Cuando despertó don Paco de su prolongado sueño, el sol se inclinaba hacia Occidente; el día estaba expirando. Las vacilaciones que habían atormentado a don Paco volvieron a atormentarle con mayor fuerza mientras más tiempo pasaba. Su fuga del lugar le parecía, y no sin razón, que debía de haber sido notada por todos y mirada con extrañeza.
Palabra del Dia
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