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¡Pero ese hombre!... De ese hombre... nada. La voz de doña Petronila se había oído cuando el Magistral avisó que llegaba. Hablaba desde lejos la señora de Rianzares, que decía: Allá va, allá va el señor Magistral, está en mi gabinete solo, repasando su sermón sin duda....

El Magistral se había quedado atrás, en poder de doña Petronila Rianzares que le hablaba de un asunto serio: la casa de las Hermanitas de los Pobres que se construía cerca del Espolón, en terrenos regalados por doña Petronila con admiración y aplauso de toda Vetusta católica.

Salió al pasillo y gritó: ¿Vino doña Petronila? Ahora llama, contestaron. Entró la de Rianzares. Don Fermín le cortó el saludo en la boca. Ahora mismo hay que llamarla dijo. ¿A quién... a Ana? , ahora mismo. Don Fermín volvió a sus paseos. No quería conversación. La de Rianzares, sierva de aquel hombre, calló y entró en el gabinete. Pasó media hora. Sonó la campanilla de la puerta.

Pero huía de ella, acogíase a la piedad, y visitaba con celo apostólico y ardiente caridad las moradas miserables de los pobres hacinados en pocilgas y cuevas; llevaba el consuelo de la religión para el espíritu y la limosna para el cuerpo; solían acompañarla doña Petronila Rianzares o alguna otra dama de su cónclave; pero también iba sola.

Y resultó que envidiaban en secreto la hermosura y la fama de virtuosa de la Regenta no sólo Visitación Olías de Cuervo y Obdulia Fandiño y la baronesa de la Deuda Flotante, sino también la Gobernadora, y la de Páez y la señora de Carraspique y la de Rianzares o sea el Gran Constantino, y las criadas de la Marquesa y toda la aristocracia, y toda la clase media y hasta las mujeres del pueblo... y ¡quién lo dijera! la Marquesa misma, aquella doña Rufina tan liberal que con tanta magnanimidad se absolvía a misma de las ligerezas de la juventud... ¡y otras!

Llegó a la de doña Petronila Rianzares. «La señora estaba en misa». Esperó paseando por la sala, con las manos a la espalda unas veces, otras cruzadas sobre el vientre. El gato pulcro y rollizo entró y saludó a su amigo con un conato de quejido.

No reconocía entre todo el clero vetustense más superior que el Magistral, a quien consideraba más que al Obispo; «era todo un gran hombre que por humildad vivía postergado». El Magistral trataba a la de Rianzares como a una reina, según el Arcipreste, o como si fuera el obispo-madre; ella se lo agradecía y se lo pagaba siendo su abogado más elocuente en todas partes.

Sin necesidad de decírselo, ni por señas, acudieron ambos a una cita.... Se encontraron a poco en el salón de doña Petronila Rianzares donde habían muchas señoras y tres clérigos. Allí se había reunido la flor y nata de lo que llamaba El Alerta «el elemento levítico» de la población.

Era la de Rianzares viuda de un antiguo intendente de la Habana, quien la había dejado una fortuna de las más respetables de la provincia; gran parte de sus rentas la empleaba en servicio de la Iglesia, y especialmente en dotar monjas, levantar conventos y proteger la causa de Don Carlos, mientras estuvo en armas el partido.

Volvía la Marquesa, toda de negro, de pedir en la mesa de Santa María con Visitación; volvía también Obdulia Fandiño que había pedido en San Pedro, a la hora en que visitaban los monumentos los oficiales de la guarnición; y todas aquellas señoras, en el gabinete de la Marquesa reunidas, escuchaban pasmadas lo que solemnemente decía el gran Constantino, doña Petronila Rianzares, que había recaudado veinte duros en la mesa de petitorio de San Isidro.