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Actualizado: 24 de mayo de 2025


Desde el balcón le vieron las dos señoras salir a la calle, pasar la acera de enfrente, mirar hacia la casa... Ocultáronse ellas entonces, y asomándose con cautela por entre los hierros, viéronle seguir, gesticulando y haciendo molinete con el bastón. A cada instante se paraba y volvía hacia atrás. Daba unos cuantos pasos y otra vez por la calle arriba.

No era grande, pero estaba restaurada recientemente con bastante lujo. Solo tenía un piso alto, con dos balcones miradores, y uno bajo, con dos grandes ventanas enrejadas. El pavimento del portal era de mármoles finos; la cancela, elegante con delicados trabajos en los hierros; el patio, no grande, con primorosa arquería de jaspe, lleno de plantas y flores.

Digo que oyeron que daban unos golpes a compás, con un cierto crujir de hierros y cadenas, que, acompañados del furioso estruendo del agua, que pusieran pavor a cualquier otro corazón que no fuera el de don Quijote.

Lázaro, para aprovechar la claridad que iba faltando por momentos, leía apoyado de espaldas en los hierros del balcón, y su figura se destacaba por negra sobre la amarillenta luz del crepúsculo.

Uno de los de a pie, puesto un dedo en la boca, en señal de que callase, asió del freno de Rocinante y le sacó del camino; y los demás de a pie, antecogiendo a Sancho y al rucio, guardando todos maravilloso silencio, siguieron los pasos del que llevaba a don Quijote, el cual dos o tres veces quiso preguntar adónde le llevaban o qué querían; pero, apenas comenzaba a mover los labios, cuando se los iban a cerrar con los hierros de las lanzas; y a Sancho le acontecía lo mismo, porque, apenas daba muestras de hablar, cuando uno de los de a pie, con un aguijón, le punzaba, y al rucio ni más ni menos como si hablar quisiera.

El forastero había cogido á su contrario en el momento en que tenía puesta su daga sobre la espada, cerca de su empuñadura; había metido una estocada baja y diagonal por el ángulo estrecho formado por la daga y por la espada del incógnito y había hecho una especie de trenza con los tres hierros, sujetándolos contra el muslo izquierdo de su contrario.

Gracián llegó al coro, y arrodillándose junto a la barandilla, oró en silencio, con las manos sobre los hierros y la frente en las coyunturas. ¿Se creía ya salvo y seguro? ¿Daba gracias o le pedía misericordia? ¿Le ofrecía su vida, aceptando gustoso su martirio, que ni buscaba ni rehuía para que fuese más meritorio? Imposible será sondear aquella alma en momentos de tanta turbación.

Las dos puertas del balcón se abrieron sin ruido. El aire de la noche entró en la casa sin despertar a la bella dormida. El duque echó una pierna por encima de los hierros y se deslizó en la habitación. La alegría y el miedo le hacían temblar como un árbol sacudido por el viento. Vacilante, iba adelantando sin atreverse a apoyarse en los muebles.

El último destello de su pensamiento fue para decirse que iba a morir, que tal vez había muerto ya, restándole sólo la postrera vibración vital, la estela agitada de una existencia que huía para siempre. Aún volvió a la vida. Abrió los ojos trabajosamente, y vio el sol al través de un ventanillo con hierros, unas paredes blancas y una cama con cobertor de percalina rameada y sucia.

La metralla inglesa rasgaba el velamen como si grandes e invisibles uñas le hicieran trizas. Los pedazos de obra muerta, los trozos de madera, los gruesos obenques segados cual haces de espigas, los motones que caían, los trozos de velamen, los hierros, cabos y demás despojos arrancados de su sitio por el cañón enemigo, llenaban la cubierta, donde apenas había espacio para moverse.

Palabra del Dia

hociquea

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