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Actualizado: 16 de junio de 2025


Los muertos habían conocido la dicha mucho antes; ahora les tocaba el turno a ellos, y debían aprovecharse de la buena suerte. Feli, vida mía exclamó Maltrana con su vehemente exageración , ríete de los muertos; no nos odian, nos envidian. Grita conmigo: ¡viva el amor!...

El indio Topamaro no sabia Despues de muerto el fin de su jornada, Y tanto de la muerte se temia, Que diera al de Toledo sugetada La vida á servidumbre, aunque tenia En otro tiempo fuerza señalada. Mas el proverbio, y vulgo dice y grita, Que viva la gallina con pepita.

Curemo allí salió disimulando El juramento hecho que tenia: Garay se llega á priesa, caminando Con gran estruendo, grita y vocería. Los indios que le estaban esperando, Vencidos de temor y cobardía, Tras la chusma se fueron, mas Curemo Mostrado ha su valor por gran estremo.

A la noche, Navarro requiere sus armas y una comitiva de nueve hombres que le acompañan, y que deja en lugar conveniente cerca de la casa de Tilo, avanzando él solo a la claridad de la luna. Cuando hubo penetrado en el patio abierto de la casa, grita a Villafañe, que dormía con los suyos en el corredor. «¡Villafañe, levántate!

De repente se abalanza sobre uno, le agarra del brazo y le dice con voz breve y seca: «¿Dónde está la montura?» «Allí, señor» contesta, señalando un bosquecillo. «Cuatro tiradores» grita entonces Quiroga. ¿Qué revelación era ésta? La del terror y la del crimen hecha ante un hombre sagaz.

La esposa, que ignora la vida secreta de su marido, grita: «¿Qué has hecho, Federico, qué has hecho?...» El responde: «¡Mujer, calla por Dios! Vamos...» El matrimonio sale escoltado por los agentes; la niña, viendo que se llevan á sus padres, llora desoladamente. Una vecina exclama: «¡Pobre hija! ¿Qué será de ella?

Y el doctor repuso: Porque es la verdad, amigo: esto de la política se me figura a como un gran árbol, ¿entiende? una higuera, supongamos, toda llenita de higos; arriba, comiéndoselos, los hombres del gobierno, nosotros; abajo, mirando, los de la oposición, ellos. Y toda esa grita porque bajemos, es porque temen que no les dejemos un solo higo, para cuando ellos suban.

Que yo, según me trataban, creí de ellos que lo harían. Destapéme por ver lo que era, y al mismo tiempo, el que daba las voces me enclavó un gargajo en los dos ojos. Aquí se han de considerar mis angustias. Levantó la infernal gente una grita que me aturdieron, y yo, según lo que echaron sobre de sus estómagos, pensé que por ahorrar de médicos y boticas aguardan nuevos para purgarse.

Y don Marcos, pensando en el miedo que estos hombres han hecho sufrir al mundo durante treinta años, grita coléricamente: ¡Embusteros!... ¡embusteros! Otra vez sale el príncipe de su abstracción. Alguien se ha detenido ante él, y oye una voz conocida. Alteza, ¡qué alegría verle!... El coronel acaba de anunciarme su llegada.

Al volver a casa, iba repitiéndome incesantemente por el camino: «Hanckel, esto que es tener suerte! ¡A tu edad, un tesoro como ese!... ¡Grita, pues, salta como un loco! ¡Es lo menos que puedes hacer después de un acontecimiento semejante!...» Y, sin embargo, yo no sentía la más mínima gana de saltar o de gritar.

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