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Actualizado: 10 de octubre de 2025
La única persona divertida de Lancia es usted... En cuanto le veo se me suelta la risa sin poderlo remediar. ¿Por qué le llaman a usted Granate? Yo creo que el color de usted más se parece al lapislázuli... ¿Usted habrá tenido esclavos allá en América?... ¡Oh, cómo me gustaría a mí tener esclavos! ¡Es tan fastidioso eso de pedir las cosas por favor!
A su madre la he encontrado después en Altavilla y he echado un párrafo con ella respondió gravemente y con afectada naturalidad. La mayor parte de los tertulios le miraban sonrientes con expresión de malicia reservada que sorprendió a Fernanda. Sólo las dos señoritas de Meré y Granate permanecieron impasibles, sin darse cuenta de lo que se hablaba.
La joven guardó silencio. Ahora no importa nada prosiguió porque ya están todos los frutos recogidos; pero si hubiera caído antes, no nos deja ni una castaña ni un grano de maíz; ¡je, je! Granate sintiose feliz al emitir esta idea, a juzgar por la expresión de placer que brillaba en sus ojos.
Paco narraba el lance con naturalidad, paseando de un cabo de la sala, la cabeza baja y las manos metidas en los bolsillos del pantalón. Las jóvenes tertulianas se creyeron en el caso de ruborizarse. Todos reían menos Granate, que aún tenía en el corazón la broma del día pasado.
Paco Gómez, fecundo en trazas más que Ulises, había escrito a algunos amigos de León tiempo atrás invitándoles a disponer una cencerrada para cuando Granate y su esposa pasasen por allí. La colonia de Lancia, que es numerosa en León, secundó admirablemente los planes de su paisano. Todo lo tenían preparado. Sin embargo, estos preparativos no hubieran servido de nada sin la traición de Manuel Antonio, que al llegar a Lancia notició secretamente a Paco lo que pasaba.
Pero era un secreto; no podía revelarlo sin faltar a la amistad y consideración que debía a la persona que se lo había comunicado. Sin embargo, Granate no acababa de rendirse. Como un mastín a quien rodean los chicos y tratan de congraciársele haciéndole caricias, echábales miradas recelosas y dejaba escapar de vez en cuando gruñidos dubitativos.
Pero al volver la vista al grupo que acababa de dejar, viendo una porción de ojos risueños fijos en él, se puso repentinamente serio y mohíno. ¡Qué partido tiene este Granate entre las chicas bonitas! exclamó Paco Gómez. Ya se lo decía yo el otro día. «Usted no necesitaba para nada ir a América habiendo mujeres ricas en el mundo. Usted tiene la fortuna en la fisonomía.»
Granate siguió desbarrando un buen rato en esta forma. Fernanda no le oía. Al fin le enfadó aquel ruido molesto y dijo con acento colérico: ¿Se quiere usted callar, hombre? ¿Qué sarta de estupideces está usted ahí soltando? El pobre D. Santos quedó anonadado. Pasearon en silencio algún tiempo. ¡Qué feo es todo esto! exclamó al cabo la joven. ¿Cuálo? ¡Todo!
El mismo silencio obstinado por parte de Fernanda. Las atenciones de Granate no le arrancan ni una sonrisa ni una palabra de gracias; sus ademanes grotescos y los desatinos que de vez en cuando deja escapar tampoco hacen surgir en el semblante marmóreo de la joven un gesto de fatiga o disgusto. A ratos dormita, a ratos contempla con ojos atónitos el paisaje.
Manuel Antonio agotó el repertorio de sus argumentos sutiles y femeninos, apoyados por sendos abrazos, palmaditas o pellizcos. Estuvo elocuente y sobón hasta lo infinito. Paco le dejaba decir y hacer echándole de través miradas socarronas, convencido de que Granate acogía siempre con desconfianza sus palabras. Pero a última hora intervino para dar el golpe definitivo.
Palabra del Dia
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