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Actualizado: 1 de julio de 2025
La llamaban Rafaela, y por sus altas prendas y rarísimas cualidades la apellidaban la Generosa. Rafaela apenas tenía entonces veinte abriles. Era gaditana, y hubiera podido decirse que se había traído a Lisboa todo el salero, la gracia y el garabato de Andalucía. Yo la vi por vez primera, decía el Vizconde, en aquella plaza de toros.
Y su cólera agrandábase así como iba considerando la enormidad de este descuido, que equivalía a un reto a la mala suerte. ¡Torear en Madrid con traje rojo después de lo pasado!... Chispeaban sus ojos con fuego hostil, como si acabase de recibir un ataque traicionero; se coloreaban sus córneas, y parecía próximo a caer sobre el pobre Garabato con sus rudas manazas de matador.
Carmen hacía esfuerzos por mostrarse tranquila, y hasta estuvo presente en el acto de vestir Garabato al maestro. Sonreía, con una sonrisa dolorosa; fingíase alegre, creyendo notar en su marido una preocupación igual, que también intentaba disimular con forzado regocijo. La señora Angustias andaba por cerca de la habitación, queriendo contemplar una vez más a su Juanillo, como si fuese a perderle.
El criado se los introdujo en altas medias que le llegaban a mitad del muslo, gruesas y flexibles como polainas, única defensa de las piernas bajo la seda del traje de lidia. Cuida de las arrugas... Mira, Garabato, que no me gusta yevar bolsas. Y él mismo, puesto de pie, intentaba verse por las dos caras en un espejo cercano, agachándose para pasar las manos por las piernas y borrar las arrugas.
Llegaron dos médicos, y luego de cerrar la puerta para que nadie les estorbase, quedaron indecisos ante el cuerpo inánime del espada. Había que desnudarlo. A la luz que entraba por una claraboya del techo, Garabato comenzó a desabrochar, descoser y rasgar las ropas del torero. El Nacional apenas podía ver el cuerpo. Los médicos estaban en torno del herido, consultándose con la mirada.
Sentado en una silla, en medio del arco que separaba el saloncito de la alcoba, se entregó en manos de Garabato, el cual había abierto un saco de cuero de Rusia, sacando de él un neceser casi femenil para el aseo del maestro.
Gallardo, con su memoria fisonómica de hombre de muchedumbres, reconocía sus rostros y admitía el tuteo. Eran camaradas de escuela o de infancia vagabunda. No marchan los negocios, ¿eh?... Los tiempos están malos pa toos. Y antes de que esta familiaridad los animase a mayores intimidades, volvíase a Garabato, que permanecía con la cancela en la mano.
Arriba encontró su habitación llena de amigos, señores que le tuteaban, e imitando el habla rústica de la gente del campo, pastores y ganaderos, le decían golpeándole los hombros: Has estao mu güeno... ¡Pero mu güeno! Gallardo se libró de esta acogida entusiasta saliéndose al corredor con Garabato. Ve a poner el telegrama a casa. Ya lo sabes: «Sin noveá.» Garabato se excusó.
Pequeño, negruzco y de pobre musculatura, una cicatriz tortuosa y mal unida cortaba cual blancuzco garabato su cara arrugada y flácida de viejo. Era una cornada que le había dejado casi muerto en la plaza de un pueblo, y a esta herida atroz había que añadir otras que desfiguraban las partes ocultas de su cuerpo.
El talonario del Banco... decía la rata eclesiástica, luchando por desasirse y por sofocar la risa . Aquí, aquí lo tienes, perro hereje... sácalo pronto y pon cuatro números, cuatro letras y el garabato de tu firma. Jacinta, abre... sácalo... no tengas miedo. Orden, orden, señoras arguyó Moreno a quien la risa cortaba la respiración . Esto ya es un allanamiento, un escalo.
Palabra del Dia
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