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Actualizado: 19 de julio de 2025
Las nubes del poniente confusamente coloreaban el paso del sol; su luminoso disco se aproximaba á su ocaso, cuando un grito se escapó de todos los labios y una fuerte palpitación se experimentó en todos los pechos. Estábamos en el vértice. Teníamos la profunda sima del volcán bajo nuestros piés.
Estaba molido; sus piernas entumecidas negábanse a obedecerle, y la debilidad y el cansancio le producían, en ciertos momentos, algo así como asomos de vértigo. Toda la feria adquiría un aspecto fantástico alumbrada por las bengalas, que tan pronto la coloreaban de alegre rosa como daban a las personas un tinte lívido.
La negra cabellera quedaba teñida de azul profundo mientras el óvalo adorable de su rostro y el cuello firme y mórbido se coloreaban levemente por un azul celeste. La línea delicada y correcta de sus facciones adquiría perfección ideal, y todo su semblante se transfiguraba con una expresión angélica de beatitud.
Se veía el disco de color de cereza, detrás de las ramas del olivar, como al través de una celosía negra. Sus últimos rayos, a ras de tierra, coloreaban con un resplandor anaranjado la columnata de troncos de los olivos, las marañas de plantas de la tierra, las curvas del cuerpo de la moza tendido en el suelo. La punzante película de las chumberas erizábase como una epidermis luminosa.
Y su cólera agrandábase así como iba considerando la enormidad de este descuido, que equivalía a un reto a la mala suerte. ¡Torear en Madrid con traje rojo después de lo pasado!... Chispeaban sus ojos con fuego hostil, como si acabase de recibir un ataque traicionero; se coloreaban sus córneas, y parecía próximo a caer sobre el pobre Garabato con sus rudas manazas de matador.
Dijo esto sencillamente, sin malicia; pero Gallardo creyó adivinar en su voz cierta burla, y bajó la cabeza, al mismo tiempo que se coloreaban sus mejillas. «¡Mardita sea!» Las preocupaciones profesionales resurgieron en su pensamiento. Todo lo malo que le ocurría era porque no se «arrimaba» ahora a los toros. Ya se lo decía ella claramente.
Al salir, le palpitaba el corazón fuertemente, los ojos le relucían, las mejillas se coloreaban, los pies bailaban sobre la escalera con redoble firme y alegre. Es que el doctor Ibarra, el médico más afamado de la corte, un sabio respetado en toda Europa, un semidiós de la ciencia, le acababa de prometer la vida. ¡La vida! Al poner el pie en la calle, la encontró hermosa y amable como nunca.
Sus mejillas se coloreaban fuertemente, los labios se encendían, las narices se dilataban, los ojos adquirían una expresión de olímpico orgullo, y todo su cuerpo se estremecía al soplo de la ira. Miguel permanecía aterrado, y al propio tiempo embelesado ante ella.
Continuaba el Cantó sus lamentos, enrojeciéndose con el esfuerzo del cacareo doloroso que daba remate a las estrofas. Su pecho angosto jadeaba con el esfuerzo; dos rosetas de enfermiza púrpura coloreaban sus pómulos; dilatábase su débil cuello, marcándose en él las venas con azul relieve.
Estaban en la penumbra, vueltos de espaldas al interior. Tenían ante ellos los tejados de enfrente y un enorme rectángulo de sombra azul perforada por la fría agudeza de los astros. Las luces de la ciudad coloreaban el espacio sombrío con un reflejo sangriento. Bebió dos copas Tchernoff, afirmando con chasquidos de lengua el mérito del líquido.
Palabra del Dia
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