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Actualizado: 16 de julio de 2025
El ágil mozo había cosido y puesto imperdibles y alfileres en todo el cuerpo del maestro, convirtiendo sus vestiduras en una sola pieza. Para salir de ellas debía recurrir el torero a las tijeras y a manos extrañas. No podría despojarse de una sola de sus prendas hasta volver al hotel, a no ser que lo hiciese un toro en plena plaza y acabasen de desnudarlo en la enfermería.
Al fin, el matador se fijaba en ellos: «Pueen ustés retirarse.» Y la cuadrilla salía empujándose, como una escuela en libertad, mientras el maestro continuaba escuchando los elogios de los «inteligentes», sin acordarse de Garabato, que aguardaba silencioso el momento de desnudarlo.
Y el marino reía hablando de los pobres payeses del campo, que hasta pocos años antes afirmaban de buena fe que los chuetas estaban cubiertos de grasa y tenían rabo, aprovechando la ocasión de encontrar solo a un niño de «la calle» para desnudarlo y convencerse de si era cierto lo del apéndice caudal.
Llegaron dos médicos, y luego de cerrar la puerta para que nadie les estorbase, quedaron indecisos ante el cuerpo inánime del espada. Había que desnudarlo. A la luz que entraba por una claraboya del techo, Garabato comenzó a desabrochar, descoser y rasgar las ropas del torero. El Nacional apenas podía ver el cuerpo. Los médicos estaban en torno del herido, consultándose con la mirada.
Palabra del Dia
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