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Actualizado: 17 de junio de 2025
Fermín le encontraba casi igual que la última vez que le vio, antes de marchar él a Londres para perfeccionar sus estudios de inglés. Era el don Fernando que había conocido en su adolescencia; igual voz paternal y suave, la misma sonrisa bondadosa; los ojos claros y serenos, lacrimosos por la debilidad, brillando tras unas gafas ligeramente azuladas.
El cobrador, silencioso, parecía también comprenderlo; al menos tomó la moneda con un desagrado tan visible, que Krilov se indignó. Asestó contra el cobrador sus gafas, a modo de cañones, y se dijo, al recibir el billete: «¡Me desprecias, canalla! Lo que no te impide robar a la Compañía. Os conozco a todos.»
Esta vez, M. L'Ambert montó en cólera, a pesar de no habérsele hecho ninguna observación, y mandó a buscar otras gafas a un establecimiento rival. Pero hubiérase dicho que todos los ópticos de París se habían puesto de acuerdo para que se rompiesen sus gafas en la nariz del pobre millonario. Nada menos que doce sufrieron igual suerte, unas tras otras.
Creo siguió diciendo el ingeniero que no se me adelantará en este obsequio el tal Pirovani, que cada vez resulta más insufrible. Al marcharse Canterac hacia las obras del dique, Moreno empezó á examinar los papeles. Sus ojos se dilataron de asombro, tomando casi la misma forma circular de las gafas con montura de concha que los cubrían.
La condesa fue a echar mano al papel con grande prisa, pero el ministro lo retiró al punto, diciendo brutalmente: ¡Ca!... Esta no la suelto yo ni un momento; pero ahora mismo la oirá usted de cabo a rabo. Y poniéndose las gafas sobre la frente, porque era miope, comenzó a leer la carta.
Así iba agrandando sus propiedades, y siempre risueño, las gafas sobre la frente y el estómago cada vez más voluminoso, se le veía entre sus víctimas, tuteándolas con fraternal cariño, dándolas palmaditas en la espalda cuando llegaban con nuevas peticiones y jurando que le haría morir en la calle como un perro aquella manía de hacer favores.
Neris, con la cara oculta entre las manos, formulaba una ardiente oración por su hija. El notario Hardoin contemplaba a la asistencia a través de sus gafas protectoras. ¿Cuál de aquellos dichosos hubiera podido soportar impunemente el agudo análisis de su vista sutil y penetrante? ¿Cuál de aquellas felicidades era bastante firme para eso? ¡Ay!
Ella parecía también que se bastaba a si misma, comiendo y callando, dirigiendo sus ojos, ribeteados de encarnado, al que llevase la palabra, por encima de las gafas ahumadas. La sobrina tampoco reparaba en ella, y cuando alguna vez se veía obligada a alargarle algún objeto, lo hacía sin mirarle a la cara.
Veía en los bancos de enfrente el brillo irónico de unas gafas, el estremecimiento de una barba blanca sobre los brazos cruzados, como si una sonrisa bondadosa e indulgente saludase el desfile de tantos lugares comunes, mustios y descoloridos como flores de trapo. Pero Rafael no se intimidaba. Ya le faltaba poco para llegar a una hora de discurso.
Lo que pasó en esta entrevista no se supo, pero sí pudo observar quien le siguiera los pasos que Laguardia se quitó las gafas para limpiarlas tres o cuatro veces antes de llegar a casa; signo evidente de preocupación: las habituales contracciones nerviosas de su rostro se multiplicaron hasta llamar la atención de los transeúntes. No se alteró el curso de los sucesos en apariencia.
Palabra del Dia
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