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Actualizado: 16 de junio de 2025


respondió Francisca, con su desparpajo habitual, pero cuando yo he abierto la ventana, ignoraba que pasaba el capitán, y cuando éste pasó, no sabía que yo abría la ventana. Y suponen que estábamos de acuerdo... ¿Y qué? Que me ofende horriblemente que se crea que hago caso de ese capitán, que estoy segura que no se ocupa de ... Es rico, y...

Administradora y dueña del caudal activo y pasivo, Francisca no tardó en demostrar su ineptitud para el manejo de aquellas enredosas materias, y a su lado surgieron, como los gusanos en cuerpo corrupto, infinitas personas que se la comían por dentro y por fuera, devorándola sin compasión.

Al ver que ardía nuestro navío, se nos redobló la rabia y cargamos de nuevo la andanada, y otra, y otra. ¡Ah, señora Doña Francisca! ¡Bonito se puso aquello!... Nuestro comandante mandó meter sobre estribor para atacar al abordaje al buque enemigo. Principiaba a amanecer: ya los penoles se besaban; ya estaban dispuestos los grupos, cuando oímos juramentos españoles a bordo del buque enemigo.

¿Pero, mujer dijo tímidamente D. Alonso , no ves que es preciso?...». No pudo seguir, porque Doña Francisca, que sentía desbordarse el vaso de su enojo, apostrofó a todas las Potencias terrestres. «A ti todo te parece bien con tal que sea para los dichosos barcos de guerra. ¿Pero quién, pero quién es el demonio del Infierno que ha mandado vayan a bordo los oficiales de tierra?

La verdad es que no lo dijo Francisca. Por mi parte prefiero confesar en seguida que no entiendo nada de todo eso. Ya ve usted respondió sencillamente la de Ribert, que el señor Marcelier tenía razón. ¿Y la otra carta? preguntó Francisca, queriendo cambiar de conversación. Genoveva puso en la mesa la carta que acababa de leer, y cogió la reclamada por Francisca.

Yo presumí por sus últimas palabras que mi amo había perdido el seso, y viéndole rezar me hice cargo de la debilidad de su espíritu, que en vano se había esforzado por sobreponerse a la edad cansada, y no pudiendo sostener la lucha, se dirigía a Dios en busca de misericordia. Doña Francisca tenía razón. Mi amo, desde hace muchos años, no servía más que para rezar.

En estas encerronas, que traían a Doña Francisca muy alarmada, nació el proyecto de embarcarse en la escuadra para presenciar el próximo combate.

Estaban dando las dos cuando la campanilla sonó alegremente a impulso de un mano viva y nerviosa. Es la señorita Francisca, seguramente dijo Celestina, yendo a abrir sin apresurarse. Era ella, en efecto, que venía con Petra Brenay, Genoveva Ribert y sus madres, a buscarme para dar un paseo. Acepté con entusiasmo.

¡Francisca! protestó la señora de Dumais que llegó con la abuela adonde estábamos nosotras. La abuela sonrió con expresión equívoca, pues no aprecia el carácter libre de que se jacta Francisca. Pertenece ésta, en efecto, a un género poco conforme con las sanas tradiciones, que son las que gustan a la abuela y a sus amigas. No hay, pues, ninguna más criticada ni vigilada que mi pobre Francisca.

Con tal efusión rompió en llanto la desdichada Doña Francisca, cruzando las manos y poniéndose de hinojos, que el buen sacerdote, temeroso de que tanta sensibilidad acabase en una pataleta, salió a la puerta, dando palmadas, para que viniese alguien a quien pedir un vaso de agua.

Palabra del Dia

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