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Actualizado: 25 de junio de 2025
Echósele de rodillas a los pies Florela, y díjole: Vuestro perdón os pido, que yo, por la lealtad que a mi señora tengo, y por el mucho amor que veo que mi señora os tiene, que aunque no lo confiesa, harto claro con las acciones exteriores muestra, he sido la causa de la desdicha que acontece.
Soltó a Margarita y a Florela, y otrosí a los criados de doña Guiomar; levantó el embargo que sobre su casa había hecho; y en cuanto a la tía Zarandaja, ni aun pensó en ella, porque el señor Viváis-mil-años, que no podía mejorarse enredando con la justicia a la tía Zarandaja, porque esta, apretada por los cordeles, no cantase, y se vengase de él sacando a plaza otros primores suyos, de la tía Zarandaja no hizo mención, y ella no sufrió otro castigo que el miedo de que la justicia la echase las garras y la malparase.
De ella fueron las agonías que, en oyendo esto a Florela, sintió doña Guiomar, y tales, que por algún tiempo, aunque quiso hablar no pudo; que harto claro vio su desdicha en las razones de Florela; pero como el alma, cuando prueba la amargura, de ella parece hambrienta y más busca desesperada, doña Guiomar hizo que Florela la contase punto por punto cuanto había visto y oído; y ella no fue escasa, que a su señora dijo mucho más de lo que hubiera querido saber, y de una manera tan clara, que no pudo caberla duda de que Miguel de Cervantes a Margarita había empeñado su corazón y su honra.
Y así era la verdad, que la hermosa indiana venía por entre las verdes frondosidades del jardín, y en paso lento, hacia el sombroso cenador donde los dos amantes se encontraban; y era el paso lento de doña Guiomar la vacilación de su alma, en la que tal tumulto habían levantado su amor y sus celos, su indignación contra Cervantes, su odio contra Margarita, y la obligación en que se encontraba, por su propio decoro, de vencer aquella tempestad que en su alma se revolvía, y aparecer ante los dos amantes tal y de igual manera que como estaba cuando se separó de ellos, que no sabía qué hacerse, y temía que en el semblante se le conociesen la turbación, y el despecho, y la ira, y los celos, y la venganza, y el infierno, en una palabra, que a su alma daban cruda guerra; porque Florela no había andado con rodeos, y todo lo que había visto y oído habíala contado en el momento en que se partió el familiar que a visitarla había ido.
¡Ay, señor mío de mi alma! dijo Florela, ¡que no sabéis lo que sucede! El alma tenía en un hilo Miguel de Cervantes, y sobresaltado por las palabras que acababa de decirle Florela, preguntola con la voz no muy firme: ¿Pues qué puede suceder en esta casa que sea una desgracia, como parece manifestármelo las palabras que me habéis dicho y vuestro espantado acento?
Preguntó con desmayada y dulce voz a su doncella si había visto señales, al pasar por el aposento del escondido, de que éste hubiese despertado; y Florela no supo qué decir, sino que debía de dormir el buen soldado, porque cuando ella pasaba por la puerta del aposento, adonde pocas horas antes le había conducido, escuchado había un cierto ruido, que si no se parecía al roncar de una persona que está en siete sueños, no sabía ella a lo que se parecía.
En este punto se detuvo la hermosa indiana, y dijo a Miguel de Cervantes: Perdonadme, señor mío, si aquí suspendo la relación de las desdichas de mi familia, que con mis propias desdichas se han continuado, que el corazón me va doliendo, más de lo que resistir al dolor puedo, al recordarlas, y harto tiempo tenemos para que yo dé fin y remate al cuento de mis desventuras; y porque estoy más de lo que puedo sufrirlo fatigada, y de todo punto me es necesario el reposo, yo os ruego me deis licencia para llamar a mi doncella Florela, a fin de que os lleve adonde podáis acabar de pasar la noche seguro, que mañana sabremos lo que haya de vuestro negocio, y si estáis en peligro o no lo estáis, y lo que en todo caso haya necesidad de hacer.
¿Conocerasle tú, Florela? dijo doña Guiomar con la voz un tanto cuanto sonando a celos. Cien años pasaran, y entre mil le viera, y conociérale, respondió Florela. ¿Pues cómo le has visto tú, o cómo te ha mirado él, exclamó, ya con la voz y la mirada enemigas, doña Guiomar, que así, no habiéndole visto más que por breves momentos, no puede despintársete?
Cosas son esas, señora, respondió Florela, que vuestro grande amor por ese caballero os pinta con el falaz color de los celos, que hace que parezcan ciertas cosas que ni aun en sueños verdad han sido, ni pudieran serlo; que mi alma tengo yo en mi almario, y aunque yo conozca bien cuánta es la primacía que sobre mí os han dado naturaleza y fortuna, aun todavía no he quedado yo para segundo servicio, o relieve de sobremesa, que en Dios y en mi ánima, que cada cual tiene en este mundo lo que le hace falta, a más de aquello, que nunca falta un roto para un descosido; y sosegaos, señora, y en la lealtad fiad de vuestra Florela, y vamos a lo que importa, y dejadme hacer, que Dios será servido que todo llegue a felice término.
Mandó a Florela hiciese salir a algún criado a inquirir si en la calle había alguna novedad, o persona apostada o en espera que a corchete o alguacil o cosa de justicia se pareciese, y cuando supo que el barrio estaba tranquilo y que en diez calles a la redonda no había ni aun olor de gente de justicia, alegrose, o más bien, aunque ella quiso no conocerlo y se engañó a sí misma, contristose, porque mejor hubiera querido tener una excusa para que de su casa no saliese Miguel de Cervantes por aquel día.
Palabra del Dia
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