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Ella gritó entre los dientes, y sus esfuerzos fueron tan desesperados que logró por fin desasirse. Entonces el mancebo, quitándose de golpe la máscara, rugió dos veces: ¡Ramera! ¡Ramera! enseñándola el rostro. La niña no pudo modular ni una sola palabra. Su boca, entreabierta, negra de horror, dejó escapar un quejido sordo, aciago, indefinible.

Juan Claudio se acercaba a la cueva del contrabandista, y deteniéndose un momento en el terraplén, guardose la pipa en el bolsillo; luego siguió andando por el sendero, que describe un semicírculo y termina por el otro lado en una brecha. Al final, y casi junto a dicha cortadura, vio Hullin las dos ventanillas del cubil y la puerta, que se hallaba entreabierta.

Poco después, Montiño, con la gorra aún en la mano, espeluznados los escasos cabellos, la boca entreabierta, pálido, desencajados los ojos, crispado todo, pasó por delante de Quevedo exclamando: ¡Como la otra! Y se lanzó en la calle. Quevedo partió tras él y le asió por la capa. ¡Ea, dejadme! exclamó el cocinero mayor. ¿Os olvidáis de que yo os esperaba?

También ella estaba despeinada y triste, con los labios blancos, las ojeras negras, los ojos huraños, el vestido a medio ceñir.... ¡Qué feos estaban el pobre Niño de madera y la pobre niña de carne!... Y se sonrió otra vez como una idiota. Por su puerta entreabierta entró en aquel momento un agrio rumor semejante al graznido del cárabo.

Juan Felshammer lleva un traje muy limpio y cuidado: tiene una linda capa nueva, un poco entreabierta, que deja ver un flamante traje gris; sus cabellos, bien peinados, caen sobre el cuello; hasta se ha afeitado... Pero, a decir verdad, su mirada turbia, por la que pasan resplandores inquietantes, las bolsas bajo los ojos, el horrible color de las mejillas, son tristes síntomas en ese rostro, fresco y juvenil hasta hace poco.

La puerta se abrió y la doncella nos recibió en un saloncillo que precedía al cuarto de vestirse de Jenny. Por la puerta entreabierta venía hasta nosotros una viva luz, un olor de agua de tocador y un susurro de palabras. De pronto se oyó una vocalización; era que la cantante ensayaba, sin cuidarse de nuestra presencia, mientras cambiaba de traje.

Las calles de los barrios bajos estaban solitarias y sombrías: apenas de cuando en cuando encontraban los dos amigos una pareja enamorada, que iba acortando el paso por prolongar el diálogo, algún sereno sentado en el escalón de un portal, o un mancebo de tienda de comestibles con la puerta entreabierta en espera del matute.

La misma Laura, que pudiera ver en él tristes analogías, no fijaba la atención. Pocas veces se la vió tan risueña y despegada de malos pensamientos. Con la boca entreabierta, los ojos brillantes y el vaivén incitante de su cuerpo garrido, parecía otra Laura evocada y traída de los abismos del tiempo por aquel ritmo primitivo. ¡Ay, que su amigo l'espera ¡Ay, que su amigo l'aguarda!

Pasó por entre los dependientes de la tienda y del Juzgado, atropellándolos con su débil cuerpo, que parecía fortalecido y vibrante por la indignación; y empujando con el pie una puerta entreabierta, salió de la tienda. A aquella hora, la plaza del Mercado estaba bañada por el ardiente sol de una tarde de verano.

Allá abajo, el río lo llama, la cascada muge sordamente a través de la noche silenciosa, y las gotas que saltan brillan a los rayos de la luna. Ella deja caer su cabeza hacia atrás, sobre el brazo de Juan; una sonrisa dolorosa vaga por su boca entreabierta; sus párpados se han alzado, y en su pupila obscura se refleja la luna. ¿Dónde estamos? murmura. A la orilla del agua dice él jadeante.