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Actualizado: 23 de septiembre de 2025
Quería aclarar el enigma de la vida de mi tío, de quien se contaban tantas historias, y que me volvía otra vez a preocupar. Registrando los armarios, encontré un daguerrotipo en cristal, hecho en París. Pregunté a mi madre si conocía al retratado, y me dijo que era su hermano Juan, pero tan raro, que casi no le conocía. Nunca había visto aquel retrato.
En fin, sea que la casualidad lo hubiese decidido así, sea que me hubiese dirigido hacia aquel punto sin darme cuenta de mi deseo, me encontré cerca de la aldea a donde tenía costumbre de acompañar a Adela y reconocí la miserable choza donde tantas veces la viera entrar.
Si temes dejarme sola en nuestra choza, debes llevarme contigo. Mucho me alegraría acompañarte. Pero, madre, dime ahora, ¿existe semejante Hombre Negro? ¿Y lo has visto alguna vez? ¿Y es ésta su señal? ¿Quieres dejarme en paz, si te lo digo de una vez? le preguntó su madre. Sí, si me lo dices todo, respondió Perla. Pues bien, una vez en mi vida encontré al Hombre Negro, dijo la madre.
Yo había perdido mi afición a andar por el combés y alcázar de proa, y así, desde que me encontré a bordo del Santa Ana, me refugié con mi amo en la cámara, donde pude descansar un poco y alimentarme, pues de ambas cosas estaba muy necesitado.
Quise entonces contarle que el cielo se había quemado; pero no encontraba palabras para contarlo... Cuando las encontré, me había olvidado de lo que quería contar. Por eso guardé un largo silencio, en el cual me dijo Nanela, ¡oh querida y dulce Nanela! que, por rara casualidad, algunas veces amanecía en esa población... El sol debía estarla escuchando.
El suceso ha sido como voy á contar. Andaba paseando por el bosquecillo donde luego encontré al venerable eunuco, y al ilustrísimo caballerizo mayor. Observé en la arena las huellas de un animal, y fácilmente conocí que era un perro chico.
No sabré decir a usted qué fue lo que me salvó. Me encontré en el parque sin saber ni por qué ni cómo allí había ido. En comparación con la oscuridad de los corredores, al aire libre se veía claro por más que me parece no había luna ni estrellas.
Encontré a la condesa Elga cogiendo flores en el jardín y le rogué que ofreciese las mías a su señora. La amada de Tarlein parecía radiante de felicidad, olvidada por el momento del odio que el duque de Estrelsau profesaba al predilecto de su corazón, único obstáculo que hasta entonces había empañado la dicha de ambos amantes.
Y en cuanto terminamos, me dijo sencillamente: Ponte el sombrero, Magdalena. Obedecí de prisa, y la encontré dispuesta a salir conmigo. El sombrero, puesto ligeramente torcido en la cabeza, indicaba en la abuela ideas belicosas.
Entre las páginas del libro encontré la carta de que me había hablado la criada. Tuve un dulce presentimiento, el presentimiento de que iba a encontrar una nueva prueba de afecto inmerecido, y, rasgando el sobre, leí: * «¡Hermana muy querida!
Palabra del Dia
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