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Actualizado: 22 de noviembre de 2025


Más que su retrato, ella, ella misma.... Emma abría la boca sin comprender; Marta, adivinando, ya sentía envidia; ello iba a ser que Emma se parecía a alguna mujer ilustre.... Pero la Gorgheggi no acababa de explicarse... y añadió: ¡Ah! ¡Mochi y Minghetti!... Venid... venid.... A ver, decidme a quién se parece esta señora... ¿Quién es... quién es... precisamente lo mismo que ella?...

Emma Valcárcel fue una hija única mimada. A los quince años se enamoró del escribiente de su padre, abogado. El escribiente, llamado Bonifacio Reyes, pertenecía a una honrada familia, distinguida un siglo atrás, pero, hacía dos o tres generaciones, pobre y desgraciada.

A pesar de esto, la envidiaban también, porque esta clase de gente se parece mucho a los animales, en no vivir más que de la sensación presente; y el hecho era que allí, en el teatro, en aquel momento, la más ricamente vestida y alhajada era ella, Emma; y el público no se había de meter a discurrir y calcular quién podía y quién no lucir otro tanto.

Körner, Marta, Sebastián y el tío aconsejaron a Emma que cuanto antes se echase al agua. Minghetti vencía. Se buscó una carretela de buenos muelles, se encargó que fuera al paso, y el matrimonio y Eufemia se fueron a la orilla del mar. Emma quería sentir algo extraño con el movimiento del coche; esperaba de aquel viaje imprudente una especie de milagro... natural.

Ya se sabía que él no tenía un cuarto, ni de dónde le viniera, y que D. Benito el Mayor había prestado fiándose del capital de Emma; más era; el mismo Bonifacio reconocía que en su fuero interno siempre había pensado en pagar con dinero de su mujer, aunque le asustaba pensar en el cómo y cuándo. Por este lado no era robar lo que quería hacer.

Eufemia, que por lo visto tenía orden también de no admirarse de nada, los alumbró hasta el portal, donde no había farol, y los vio salir de casa, Emma del brazo de Bonis, D. Juan detrás, como si todas las noches sucediera lo mismo.

Ni su conciencia, ni la del cura que le confesó, que en vida le había ayudado a veces a evitar escándalos, ni ciertas amenazas de bochornosas confesiones por parte de algunas pecadoras, le consintieron, a la hora un tanto apurada de hacer testamento, dejar en completo olvido ciertas obligaciones de la sangre; y como se pudo, guardando los disimulos formales que fueron del caso, se dejaron mandas aquí y allá, que disminuyeron en todo lo que la ley consentía la herencia de Emma.

«¡Se muere uno solo, completamente solo, los demás se quedan muy satisfechos en el mundo; ni por cumplido se ofrecen a morirse también!». Bonifacio, Sebastián, que tanto la había querido, según él decía, el tío Nepomuceno, todos se quedaban por acá, nadie hacía nada para ayudarla a no morir, nadie decía: «Pues ea, yo te acompaño». Emma era una atea perfecta.

Siempre que D. Juan daba noticia somera de las mermas de la hacienda a su aturdida sobrina, exigía que Bonifacio estuviese delante; era inútil que Emma y el mismo Reyes quisiesen excusar esta ceremonia. El todo que había de presenciar por fuerza ese, no era nada; allí no se podía ver cosa clara, y aunque se pudiera, no la vería Reyes, que ni siquiera miraba.

Calló por discreción, pero ordenó a los criados que colocaran más alta la lámpara. Así nadie podría quitarle luz ni apagarla. Pero resultó una desigualdad irritante, porque Mesía, poniéndose de puntillas, llegaba todavía a la llave del gas. De las tres hijas de los marqueses, dos, Pilar y Lola, se habían casado y vivían en Madrid; Emma, la segunda, había muerto tísica.

Palabra del Dia

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