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Usted, dulce y querido poeta, nos mueve á sonreír con lo mismo que le hizo sangrar, y tiene usted el arte amable y doloroso de extraer de sus propios sufrimientos un placer para nosotros...» A los treinta y dos años Alberto Glatigny regresó al lado de su familia, pero ya la enfermedad de riñones que había de matarle le tenía cogido.

Calló un momento y prosiguió con dulce risa, como quien de súbito tiene una idea que le agrada: Esta injusticia quiero remediarla yo; pero necesito antes que me proclames y me jures por tu reina. mi súbdito fiel. Sométeteme. Júrame por tu reina y tu reina te premiará. Júrame. Don Paco se sometió sin más resistencia. Se hincó de rodillas a los pies de ella y exclamó entusiasmado: ¡Te juro!

Dicen que hay en ella algo de odalisca todavía; pero con una mujer que no exige más que se la acaricie tiernamente al llegar a casa, la vida es muy fácil y muy dulce. «Por lo demás terminó diciendo el comandante , esas mujeres de su país, más vergonzosas, más tímidas, más circunspectas que las nuestras, acaso sean más peligrosas

Yo llevo para el resto de mi existencia una carga pesadísima y al mismo tiempo dulce, pues cuanto más me abruma, más grata me parece.

Pide á Dios me conceda sueño tranquilo y dulce con que reposar pueda, que la torne viva mi espíritu á inflamar. Borra todas mis culpas con tu aliento inocente, y que á su beso quede mi corazon doliente puro como la piedra del ara del altar. DON JOS

Estaban las tres, como digo, graciosísimas y sin comparación más guapas que en las tertulias. La libertad permitiéndoles una alegre y bulliciosa agitación, había impreso en sus mejillas frescos y risueños colores, y las lenguas charlatanas de las dos hermanitas llenaban con dulce y picotera música el ámbito de la estancia. La voz de Inés apenas se oía.

Clavó en ellos los ojos, quiso dirigirse primero a uno y luego a otro, vaciló, llenarónsele las mejillas de lágrimas, y por último, extendiendo abiertos los brazos, cogió a los dos al mismo tiempo, les atrajo contra su pecho..., los apartó, tornó a mirarlos, y enloquecida de dudas y alegrías, apretándoles de nuevo contra , abarcando juntas las cabezas, se las cubrió de besos y caricias, mientras la aldeana, que la reconoció en seguida, gritaba con su dulce acento gallego: «Juan, está quieto; Pedro non te vayas

¡Señora! exclamó con el acento de la dignidad ofendida doña Clara. Pues bien, léelas. ¡Ah, no; no, señora! dijo la joven rechazando con respeto las cartas que le mostraba la reina. Te mando que las leas dijo con acento de dulce autoridad Margarita de Austria. Doña Clara tomó cuatro cartas que le entregaba la reina, abrió una y se puso á leerla en silencio. Lee alto dijo la reina.

¡Y así me libraría tal vez de aquella panza amarilla, y de aquella cometa abominable! Abandoné el palacio del Loreto, y con él mi existencia de Nabab. Regresé a mi habitación de la casa de la viuda de Marques, y volví a la oficina a implorar mis veinticinco duros mensuales y mi dulce pluma de amanuense. Mas un sufrimiento mayor vino a amargar mis días.

Dulce privilegio de los placeres sencillos y puros de la adolescencia; ¡que no se pueda renovar ni uno solo sin que todos los demás vengan a enlazarse a él para embellecerlo aún más!