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Por la tarde, iba a dar una vuelta a pie hasta el puente de las Almas: era la hora más pesada del día. La turba abyecta se paraba a contemplar los bostezos del Nabab fastidiado. A veces sentía la nostalgia de mis tiempos de empleado.

Cualquier alusión a su riqueza le molestaba en extremo. Por el contrario, a Salabert le gustaba dar en rostro con sus millones y representar el nabab; por supuesto, a la menor costa posible. Además siguió diciendo con mal humor , todo el mundo se fija en lo que entra, pero nadie atiende a lo que sale.

¡Y así me libraría tal vez de aquella panza amarilla, y de aquella cometa abominable! Abandoné el palacio del Loreto, y con él mi existencia de Nabab. Regresé a mi habitación de la casa de la viuda de Marques, y volví a la oficina a implorar mis veinticinco duros mensuales y mi dulce pluma de amanuense. Mas un sufrimiento mayor vino a amargar mis días.

En fin, tirando el sombrero sobre la nuca, estirando la pierna, empinando el vientre, bostecé formidablemente. Mucho tiempo rodé así por la ciudad, bestializado en un goce de Nabab. Súbitamente, un brusco apetito de gastar, de disipar oro, vino a llenar mi pecho como una ventolina que hincha una vela. ¡Pára, animal! grité al cochero. El coche se paró.

Entonces, yo mismo me abismé en prácticas piadosas; y Lisboa asistió a este espectáculo extraordinario: un rico, un Nabab postrándose humildemente al pie de los altares, balbuceando con las manos juntas, rezos y plegarias, como si viese en la Oración y en el Cielo algo más que una consolación ficticia que inventaron los dueños de todo, para contentar a los que no tienen nada.

Juzgándome arruinado, todos aquéllos que mi opulencia humilló, cubriéronme de ofensas. Los periódicos, con triunfal ironía, publicaron mi miseria. La aristocracia, que balbuceaba adulaciones, inclinada a mis pies de Nabab, ordenaba ahora a sus cocheros que atropellasen en las calles el cuerpo encogido del escribiente de secretaría.