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Actualizado: 4 de mayo de 2025
Observándole de lejos, el español pudo ver cómo hacía una leve seña con los ojos á Elena. Luego, fingiendo indiferencia, se separó del grupo para aproximarse lentamente al gabinete solitario donde habían estado al principio Robledo y la condesa. Tomaba al paso distraídamente las manos que le tendían algunos, deseosos de entablar conversación. «Encantados de verle...» Y seguía adelante.
Vistióse con pausa, sin pedir auxilio á la doncella, y arrastrando un poco los pies, que iban calzados con unos pantuflos de raso amarillo, se acercó á la ventana. Las mañanas son frescas en este país hasta en el mes de Junio, y los cristales se habían empañado. Se puso á escribir distraídamente sobre ellos con su dedo rosado. Primero escribió su nombre varias veces.
Amaban el mar como su tío el médico, pero con un amor silencioso y frío, apreciándolo menos por su belleza que por las ganancias que ofrece á los afortunados. Sus viajes habían sido á América en bergantines de su propiedad, trayendo azúcar de la Habana y maíz de Buenos Aires. El Mediterráneo sólo era una puerta que atravesaban distraídamente á la salida y á la vuelta.
Sólo en el mar recobraba el marido, haciéndose obedecer de todos sobre el puente. Vagó por Marsella como otras veces, pasando las primeras horas de la tarde en las terrazas de los cafés de la Cannebière. Un viejo capitán marsellés dedicado al comercio conversaba con él antes de volver á su oficina. Una tarde, Ferragut fijó los ojos distraídamente en cierto diario de París que llevaba su amigo.
Después de vagar por las regiones más solitarias del bosque largo rato, entró distraídamente por los prados; descendió lentamente hasta cierto sitio donde había algunos obreros abriendo una zanja profunda para desecar el terreno. Allí supo, sin preguntarlo, que el conde, después de estar un rato mirando la obra, se había marchado.
El estómago estragado por la incalculable cantidad de vasos de agua con azucarillo apurados en la cantina del Congreso; callos en los pies por los interminables plantones en el pasillo central, rompiendo distraídamente con la contera del bastón el barniz de los azulejos del zócalo; una cantidad incalculable de pesetas gastadas en coches de punto por culpa de los entusiastas del distrito que le hacían ir todas las mañanas de ministerio en ministerio pidiendo la luna, para contentarse al fin con algunos granos de arena.
Nada de fintas, ¿entiendes?... Los golpes han de ser rápidos y decisivos... Déjale a él que finte cuanto quiera... Tú quieto, sereno, aplomado... a parar y contestar nada más... Ya caerá en alguna contestación. ¡Pues no ha de caer! Miguel mojaba distraídamente el bizcocho en el chocolate pensando Dios sabe en qué.
Este le dio las gracias con bondad y miró el presente muy cerca, distraídamente, porque estaba acostumbrado a examinar así todo lo que tomaba en las manos. Entretanto, los ojos redondos, brillantes y sorprendidos del pequeño Aarón estaban fijos en él; el niño se había parapetado tras de la silla de su madre y desde allí lanzaba sus miradas furtivas.
Seguiría pues aun en el puesto que su hermana le indicara, cumpliendo las tareas más contrarias a su carácter generoso y altivo, en aras de esa misma generosidad y esa altivez. Hallábase una noche después de cenar, solo como de costumbre, hojeando distraídamente periódicos y revistas, en la habitación que eligiera para gabinete de trabajo.
¿Al parar también? preguntó en tono de burla el conde de Onís. Sí, señor, y a las siete y media. ¡Vaya! ¡vaya! exclamó aquél distraídamente, abriendo el abanico de cartas y examinándolo atentamente. Y siguieron jugando con empeño, absortos y silenciosos. El mayordomo les interrumpió de nuevo, diciendo: Y al julepe. ¡Bueno, Manín, cállate!... No seas majadero exclamó ásperamente D. Pedro.
Palabra del Dia
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