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Actualizado: 23 de junio de 2025
La mirada, siempre fija en la llama, se fatigaba; la vista disminuía; el espinazo, encorvado de continuo, llevaba, a puros esguinces, la cuenta de los barquillos que salían del molde. ¡Y ningún día de descanso! No pueden los barquillos hacerse de víspera; si han de gustar a la gente menuda y golosa, conviene que sean fresquitos. Un nada de humedad los reblandece.
Había algo de perverso, indefinible, en el tono de sus palabras, que se contradecía singularmente con la fina música de su voz, con la gracia espontánea de sus gestos y con su cara radiante: era como si dos almas, una maligna y otra divina, se confundieran en un mismo hechizo. A su lado la elegante Charito disminuía, se apagaba, parecía irremediablemente fea.
El malestar que la conducta libre de su esposa le causaba no disminuía con el tiempo. El abismo que los separaba era cada vez más profundo. Por eso, la airada venganza cogía esta ocasión por los pelos. Clementina le miró un instante. Luego, encogiéndose de hombros y haciendo con los labios una leve mueca de desdén, dió la vuelta y se dispuso a salir de la estancia.
Era de todo punto una mujer concienzuda y escrupulosa. Ponía tal ardor en cumplir sus deberes, que la vida parecía no presentárselos con tanta frecuencia, cuando no se levantaba a las cuatro y media de la mañana. Eso disminuía, es cierto, las tareas de las horas que seguían, y este inconveniente representaba para ella un problema que constantemente trataba de resolver.
Esta última palabra convirtió la sonrisa de él en franca carcajada. «¡Trabajar!...» Pero la duquesa siguió hablando seriamente de su «trabajo». Lamentaba la escasez de sus medios. Unos treinta mil francos era el único capital de que podía disponer. A veces disminuía de un modo alarmante: los treinta mil bajaban á ser una simple unidad.
Mira, dijo Tragomer, el yate vira de bordo y echa al agua la lancha de vapor... Han comprendido el peligro y vienen á nosotros. La lancha embarcó sus hombres y se deslizó rápida sobre las ondas. La distancia que la separaba de tierra disminuía visiblemente. Ya la vista experimentada de Tragomer distinguía á Marenval sentado en la proa.
Ronzal, alias Trabuco, aspiraba a la mano de una Carraspique, fuere cual fuere, porque su presupuesto de gastos aumentaba y el de ingresos disminuía; y don Francisco de Asís era un millonario que educaba muy bien a sus hijas. Pero el Magistral tenía otros proyectos. ¿Un impío Ronzal? preguntó asustado Carraspique. Sí, un impío... relativamente.
Era absurdo, fantástico. Mas no disminuía la trágica negrura del hecho: «Yo había asesinado a un viejo».
Fernando fué mal hijo: conspiró contra su padre Carlos IV, cuya imbecilidad no disminuía el valor de su benevolencia; conspiró contra el trono que debía heredar más tarde, y aun amenazó la vida del que le dió el ser. Después se arrastró á los pies de Napoleón como un pordiosero, mientras España entera sostenía por él una lucha que asombró al mundo.
Luego le decía al piloto las brazas con que contábamos. ¿Qué fondo tenemos? preguntaba él. Yo sacaba la sonda para que viese si era arena, fango, trozos de coral o de concha. Cuando el fondo disminuía, el contramaestre subía al castillo de proa, y quedaba de guardia con el martillo en la mano, esperando la orden para dejar caer el ancla. ¡Fondo! gritaba el piloto.
Palabra del Dia
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