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Arturo Dimmesdale la miró un instante con toda aquella violenta pasión que, entrelazada de más de un modo á sus otras cualidades más elevadas, puras y serenas, era en realidad la parte á que dirigía sus ataques el enemigo del género humano, y por medio de la cual trataba de ganar todo el resto. Nunca hubo en su rostro una expresión de cólera tan sombría y feroz como la que entonces vió Ester.

A eso de media noche a través del lecho, a larga distancia, un chillido breve y agudo que en medio de tantas convulsiones resonó en mi alma como el grito de un amigo. Abrí la ventana y escuché. Era una bandada de patos que había levantado el vuelo al venir la marea alta y se dirigía a toda prisa hacia el río.

Aconteció, pues, que la Princesa, en una hermosa mañana de primavera, estaba en su tocador. La doncella favorita peinaba sus dorados, largos y suavísimos cabellos. Las puertas de un balcón, que daba al jardín, estaban abiertas para dejar entrar el vientecillo fresco y con él el aroma de las flores. Parecía la Princesa melancólica y pensativa y no dirigía ni una palabra a su sierva.

En vano el presidente Poincaré, animado por una última esperanza, se dirigía á los franceses para explicar que «la movilización no es la guerra» y que un llamamiento á las armas sólo representaba una medida preventiva. «Es la guerra, la guerra inevitable», decía la muchedumbre con expresión fatalista.

No... qué vergüenza.... Jesús, mi Dios.... Ana querida, no la avises. ¡Qué remedio, mujer! ¿Sigue eso? Sigue... ¡infeliz de , que nunca yo naciese! Acuéstate sobre la cama.... Con su viveza ratonil, Ana arropó a la paciente, y ya se dirigía a la puerta, cuando una quebrantada voz la llamó.

Se adivinaba fuera del parque un gran movimiento de tropas. Pasaba otro cuerpo de ejército con sordo rodar de marea. Las cortinas de árboles ocultaban este desfile incesante que se dirigía hacia el Sur. Un fenómeno inexplicable conmovió la luminosa calma de la tarde. Sonaba á lo lejos un trueno continuo, como si rodase por el horizonte azul una tormenta invisible.

Habitaban un hotelito propio en las inmediaciones de los Campos Elíseos, y poseían dos estancias en la provincia de Buenos Aires, a más de la gran casa de comercio en la capital, que dirigía un antiguo dependiente convertido en socio.

Retireme temprano, que no les sientan bien a mis canas ver entrar a Febo en los bailes; acompañome mi sobrino, que iba a otra concurrencia. Bajé del coche, y nos despedimos. Pareciome no encontrar en su voz aquel mismo calor afectuoso, aquel interés con que por la mañana me dirigía la palabra.

No habían pasado diez minutos, cuando sintió fuertes campanillazos en el piso de abajo, y después la voz de Salomé unida á otras voces de hombre, entre las cuales creyó reconocer alguna. Levantóse y se asomó á la escalera. Eran cuatro personas que le buscaban, y la dama las dirigía al piso alto con muy mal humor. El joven reconoció entre aquéllos á su amigo Alfonso y al Doctrino.

Y en mi tiempo continuaba, las niñas no hablaban sino cuando se les dirigía la palabra. Entonces ¿usted no hablaba cuando joven, tía? Cuando me hacían alguna pregunta y nada más. ¿Y todas las niñas se os asemejaban, tía? , por cierto, sobrina. ¡Qué época horrible! suspiraba yo, levantando los ojos al cielo.