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Al mismo tiempo, un tropel de gente se dirigía a la calle Victoria, donde se aglomeraba la muchedumbre que esperaba la noticia.

La divina imagen, fija en el madero con cuatro clavitos de plata, se me antojó, en tal sitio, oportuno signo de resignación. Desencajadas las facciones, pálido el rostro, amoratadas las sienes, afilada la nariz, los ojos mortecinos, los labios entreabiertos por la agonía, me pareció que dirigía a los mamotretos echados en olvido, dolorosa mirada de extraña compasiva piedad.

La atencion se redobló. Se decía en los círculos de Manila que aquel hombre dirigía al General y todos veían ya el remedio en vías de ejecucion. El mismo don Custodio se volvió.

Precisamente se dirigía ella hacia Delaberge llevando en una mano la cafetera y en otra una taza que le ofreció. Cuando hubo servido a todos, volvió a sentarse en el canapé, no lejos de Delaberge, quien, de pie todavía, acababa de beberse su taza. Señor inspector le dijo ella, estaría usted muchísimo mejor si tomase asiento.

Siempre que este dirigía la palabra á aquel lo hacía en bicol, de modo que como el abuso del francés en Luís era muy frecuente y los fósforos en el doméstico no lo eran menos, puede asegurarse que la lengua española estaba en minoría.

De aquella insinuación que me había hecho Suárez en Marmolejo, referente a un señor que dirigía los asuntos de D.ª Tula y vivía con ella maritalmente, no me dijo nada, ni yo me atreví a preguntarle. Después me dijo mirándome a los ojos sonriente: Además, le prevengo a usted que mi prima es rica. Su padre pasaba por tener una buena fortuna.

Estas minas se habían descubierto y comenzado a explotar mientras yo estaba viajando. Dirigía los trabajos un tal Juan Machín, hijo de Lúzaro, a quien se recordaba haber conocido holgazaneando por el pueblo.

El torrero era viudo, y Quenoveva dirigía a sus ocho hermanos como a un rebaño, a fuerza de gritos furiosos. Quenoveva nos pasó a Mary y a al despacho del torrero, lo mejor de la casa, y cerró la puerta para que la prole de chicos y chicas no se nos amontonara encima. ¡Un señorito! decían aquellos pequeños salvajes, con una curiosidad inmensa.

De allí salió a los nueve años para el colegio «San Anacleto», que en aquel entonces dirigía en esta capital el culto educador Rafael Sixto Casado. Y fue en este colegio donde comenzó a sobresalir, siendo el primero en las clases y el ganador de todos los premios; donde comenzó a mostrar que no era aire lo que traía en la cabeza sino pensamiento y acción.

El Santo Doctor descubria aquí una cuestion profunda: y como todos los grandes ingenios cuando se hallan á la vista de un abismo insondable, sentia un vivo deseo de conocer lo que se ocultaba en aquellas profundidades. Lleno de un santo entusiasmo se dirigia á Dios pidiéndole la explicacion del misterio. «Exarsit animus meus nosse istud implicatissimum enigma.