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Napoleón, en una de sus últimas batallas, colocaba su caballo sobre una bomba; luego pretendía envenenarse en Fontainebleau. Llamaba á la muerte, y únicamente se decidía á vivir, como un fatalista, al convencerse de que la muerte no quería nada de él.

El genio español, añade Oliveira Martins, fué, pues, por la boca elocuente de Lainez y de Salmerón, el defensor de la cultura humana, deteniendo á Europa en la pendiente de una predestinación fatalista

Convencido de que su triste situación no tenía remedio, se había sumido en ella con una calma fatalista. El embrutecimiento del continuo trabajo borraba todos sus conatos de rebeldía. Después de haber sido arrastrado y maltratado por las máquinas voladoras, ya no despreciaba á los pigmeos y tenía por menos vil la esclavitud á que le habían sometido.

Sus tripulantes relataban, con la serenidad fatalista de los hombres de mar, cómo el torpedo había pasado á corta distancia del casco. Un vapor herido permanecía aparte, con sólo la quilla sumergida, mostrando al aire todo su vientre rojo. Más abajo de la línea de flotación tenía abierta una brecha de anguloso contorno.

También en la Fábrica observaba Amparo que las paisanas eran las menos federales, las menos calientes, llenas de escepticismo y de picardía, decían, meneando la cabeza, que a ellas la república «no las había de sacar de pobres». Alguna tenía sus puntas y ribetes de reaccionaria; y en conjunto, todas profesaban el pesimismo fatalista del labrador, agobiado siempre por la suerte, persuadido de que si las cosas se mudan, será para empeorarse.

Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata...» Y acogió estas palabras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del SurNo le desagradaba el país.

Dirigiéndose en el prólogo de Los Parientes Ricos al que leyere, confiesa que «el autor está siempre en la obra» y que «eso de la impersonalidad en la novela es empeño tan arduo y difícil que, a decir verdad, lo tengo por sobrehumano e imposible». El relatará, pues, su aventura y con ella la de las mocedades americanas y mejicanas hacia 1860, cuando los libros de nuestro romanticismo tardío enseñan todos la santidad de amar, la vital necesidad de amar y al mismo tiempo el perenne fracaso de los idilios, la crispada rebelión de los puños y la fatalista languidez de los labios que cantan con Leopardi el desposorio del Amor y la Muerte.

Este hombre conocía su secreto: era el único á quien había hablado del aprovisionamiento de los sumergibles alemanes. ¡Mi pobre Esteban!... ¡Mi hijo! No vacilaba en establecer una fatalista relación entre la muerte de su hijo y aquel viaje ilegal, cuya memoria le pesaba como un pecado monstruoso. Pero Tòni fué discreto.

Pronto se cansaron los pasajeros de contemplar la cortina de bruma. Muchos creían ver en su densa superficie bultos negros que surgían de pronto y se agrandaban, siluetas de buques viniendo sobre ellos a todo vapor. Acabaron por resignarse, mostrando un valor fatalista; lo que hubiese de ocurrir era inevitable.

Día a día, cada vez más alerta, visitaba Ramiro el arrabal de Santiago. El temor del peligro le había dejado para siempre desde los primeros años de mocedad. Consideraba ahora, con fatalista desenfado, la propia vida y la ajena. El orgullo de su misión vino a duplicar su ardimiento. Era un agente de Su Majestad, portador de grave secreto de gobierno.