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Actualizado: 9 de octubre de 2025


Le juro que no fué cosa fácil. ¡Maldita sea...! ¡Qué batalla...! Menos mal que acabamos ganándola por nuestra propia autoridad. Sin embargo, la querida marquesa se atribuyó todo el mérito de la victoria y se hizo nombrar presidenta. SITA. ¡Parece que usted no la quiere mucho...! LA GENERALA. La detesto, y ella me paga en la misma moneda.

¡Ah, mis adoradores! exclamó ella riendo . No me hable de ellos; estoy harta... Le advierto, señor, que yo detesto a los muchachos. ¡Gente egoísta e insufrible! Me gustan más los hombres serios y de cierta edad. Saben querer mejor; rodean a una mujer de mayores atenciones.

Le odio, le detesto, no le tendría compasión aunque le viera asado en parrillas. Sólo por acabar con ese condenado, entraría yo en la conspiración. ¿Pues que te ha pasado con él? le preguntaron. ¿Qué me ha pasado? dijo Pinilla, lívido de cólera. Hace algún tiempo iba ese señor á Lorencini. Una noche hablaba yo en contra del absolutismo y de los frailes: todos me aplaudían, y él también.

Detesto las construcciones ligeras hasta lo absurdo que levanta la especulación para climas tan variables. Como uno llega en la época de los grandes calores, acéptase sin titubear tal vivac: pero con frecuencia se prolonga la estancia durante septiembre y aun todo el octubre, expuestos á la furia de los vientos y las lluvias.

Si él hubiera querido, sin embargo, hace veinte años seríamos dichosos y esta hija que se casa podría ser nuestra ... ¡Oh! qué duro, qué ingrato, qué culpable ha sido ... y ¡cuánto le detesto!" No obstante, no le miraba ya del mismo modo que al principio de la conversación.

¡Y, sin embargo, me gustan! insistió modestamente Kotelnikov. ¡Allá usted! dijo el subjefe . Yo, por mi parte, detesto a esas bestias color de betún. Todos sintieron una especie de satisfacción al pensar que había entre ellos un hombre tan original que se pirraba por las negras. Con este motivo, los comensales de Kotelnikov pidieron seis botellas más de cerveza.

Son esos primeros golpes los que empezaron a cincelar el pliegue amargo y sarcástico de sus labios. Desde muy temprano conoció las asechanzas del lobo racional. Por eso buscaba la comunicación con la Naturaleza, tan sana y fortalecedora. «Odio, sobre todo, y detesto este animal que se llama Hombre», escribía Swift a Poe.

Detesto a las mujeres que lloran. Elena no está siempre llorando, y hasta tiene una risa fresca como un manantial de agua pura. Si yo tuviera una hija desearía que fuera como ella. Y devota, ¿no es verdad? Eso , lo es bastante... ¡Vamos allá! Todo eso está muy bien, muy bien. Era lo que hacía falta en mi casa.

Creo que la mía hubiera sido hacerme cartujo y pasarme la vida entre cuatro paredes descifrando manuscritos, pues la verdad es que detesto la vida que hago, las relaciones, las vanidades, la vanagloria del éxito, el placer, y, sobre todo, a las mujeres, desde la primera a la última; no exceptúo más que a Luciana... con mil trabajos.

Bien sabe Dios respondió Clara, que deseo desahogarme contigo, depositar en tu amistoso corazón el secreto de mi infortunio, confiártelo todo; pero yo misma no me comprendo sino de un modo imperfecto, y lo que de misma comprendo está tan enmarañado, que no encuentro palabras para explicártelo. Siento la razón y causa de todas mis acciones, y no las percibo bien para exponerlas. Quiero, no obstante, sincerarme y tratar de probarte que no es absurda mi conducta. Voy á ver si lo consigo. Yo he amado, yo amo aún á D. Carlos de Atienza. Yo detesto á D. Casimiro. Esto es verdad; pero mi amor por D. Carlos y mi odio á D. Casimiro no han tenido jamás la suficiente energía para hacerme arrostrar la cólera de mi madre, declarándole que amaba al uno y odiaba al otro. Así, pues, te aseguro que durante meses he estado resignada á sofocar en mi alma el naciente amor á D. Carlos y á casarme con D. Casimiro para ser una hija obediente. Hubiera yo preferido á todo ser esposa de Cristo; pero me consideraba indigna. Para ser mujer de D. Casimiro me sentía con fuerzas. Yo esperaba vencer mi fatal inclinación á D. Carlos, y, logrado esto, ser modelo de casadas: cuidar al achacoso D. Casimiro, y hasta quererle, imponiéndome como deber el cariño. Hallándome de esta suerte, nuevos y extraños sentimientos han combatido mi alma y han hecho que mi espíritu dude más de . Me he llenado de terror. En mi humildad, no me he creído digna ni de ser mujer de D. Casimiro. Me he espantado de mi flaqueza, de la perversidad de mis inclinaciones, y entonces he pensado en refugiarme en el claustro. Juzgándome menos digna que antes de ser esposa de Cristo, he pensado en la infinita bondad de aquel Soberano Señor, padre de las misericordias, y he comprendido que, aun siendo yo indigna de todo, podía acudir á

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