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Pasemos, con los ojos cerrados, por la galería de las catorce puertas, donde cada palo exhibe sus trabajos mejores, y cada industria compuso la puerta de su departamento, la platería con platas y oros y dos columnas de piedra azul, la locería con porcelana y azulejos, la de muebles con madera esculpida como hojas de flor, y la de hierro con picos y martillos, y la de armas con ruedas, cureñas, balas y cañones, y así todas.

Los cañones pintados de gris, las cureñas, los armones, todo lo había visto don Marcelo limpio y brillante, con ese frote amoroso que el hombre ha dedicado á las armas desde épocas remotas, más tenaz que el de la mujer con los objetos del hogar.

Si el sultán vencía y caía con su tropa sobre el pueblo, todo estaba perdido. Las bombardas y falconetes que guarnecían la muralla, aunque puestos sobre rudos encabalgamientos o cureñas, y nada apropósito para que la puntería fuese certera, podían barrer la turba de amotinados que se arrojase al asalto de la fortaleza, circundada de foso profundo.

Las torres blindadas estaban oxidadas, lo mismo que las cureñas; los cañones de largo alcance, pintados de rojo y hundidos en la hierba, parecían tubos de desecho. El olvido y el óxido del abandono envejecían estas piezas modernas.

Si al comienzo de aquella misma noche, que ya se iba a extinguir, una mirada humana hubiera podido escudriñar desde la altura de los cielos lo que pasaba en aquella larga faja de sementeras y olivares que se extiende a la vera de los montes, entre éstos y el Guadalquivir, habría visto que del obscuro caserío de Andújar se destacaba cautelosamente, escurriéndose por detrás de las casas, una hilera de hombres y caballos; que esta hilera se iba alargando por la carretera en interminable procesión, y serpenteaba con lento paso, sin ruido y sin luces; habría visto cómo se iba extendiendo la negra raya, destacándose a ratos sobre la tierra blanquecina, a ratos confundiéndose con los obscuros olivos, sin dejar de seguir paso a paso, como si no quisiera ser vista y anhelara apagar en el polvo el ruido de las cureñas; habría visto que iban delante unos tres mil hombres de infantería, después un escuadrón de caballos, después seis cañones, después un número inmenso de carros, tantos, tantos carros, que ocupaban dos leguas; detrás de los carros nuevos grupos de infantería y muchos generales; después otros seis cañones, dos regimientos de coraceros; luego cuatro cañones, y al fin otro grupo de jefes, seguidos de quinientos hombres de a pie.

El Tribunal de Calilayan lo compone un espacioso castillo de dos cuerpos, resguardado con sus correspondientes aspilleras, por las que asoman sus bocas dos inofensivos cañones, mudos veteranos, que difícilmente pueden mantener su actitud amenazadora, sosteniéndose sobre las agorgojadas y apuntaladas paralelas de sus cureñas.

Lo mismo ha sucedido y sucede en el Paraguay; sin embargo, allá hay un cañon amarrado de firme á un poste dentro de cada fuerte, sin mas destino que el de dar aviso; pero como ni para eso sirven aquí, porque rara vez se oirian, podria escusarse el costo de las cureñas. No obstante, si á V. E. le parece, podrá quedar en cada fuerte ó fortin un cañon ó dos, retirando los demas y los artilleros.

Tiran pelotas de piedra de dos libras de peso; están montadas en cureñas marinas, cuyos modelos corpóreos, así como los de las lombardas y falconetes hizo el Sr. Monleón siguiendo los datos aludidos.

Virey hace mas de siete meses que clama por que se haga una guardia, ó puesto de tropa, para quince hombres: esto es, un rancho, ó casa de paja de ocho varas, rodeada de estacas: V. S. ha dispuesto, sin que yo vea la aprobacion, hacer un puesto de estancia, que no es otra cosa sino un corralito con un rancho para dos ó tres hombres, que repunten ó atiendan á unas pocas cabezas de ganado: y las cartas de los que estan con D. José Bolaños, encargado, del establecimiento, dicen, que está haciendo quinchas, tratando de capilla ó iglesia, de 200 varas de tablas para puertas y ventanas, de cureñas, y lo que Dios sabe!

Los jefes, embriagados por el estrépito, daban sus órdenes á gritos, agitaban los brazos paseando por detrás de las piezas. Los cañones se deslizaban sobre las cureñas inmóviles, avanzando y retrocediendo como pistolas automáticas. Cada disparo arrojaba la cápsula vacía, introduciendo al punto un nuevo proyectil en la recámara humeante.