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Actualizado: 1 de junio de 2025
No era difícil conocer al primer golpe de vista a las notabilidades de la ciudad: una fila de altos sombreros de felpa, de bastones de roten o concha con puño de oro, de gabanes de castor, todo puesto en caballeros provectos y seriotes, revelaba claramente a las autoridades, regente, magistrados, segundo cabo, gobernador civil; seis o siete pantalones gris perla, pares de guantes claros y flamantes corbatas denunciaban a la dorada juventud; unas cuantas sombrillas de raso, un ramillete de vestidos que trascendían de mil leguas a importación madrileña, indicaban a las dueñas del cetro de la moda.
Cada uno viste como quiere, y si yo prefiero este traje a los franceses que venimos usando hace tiempo, y ciño esta espada que fue la que llevó Francisco Pizarro al Perú, es porque quiero ser español por los cuatro costados y ataviar mi persona según la usanza española en todo el mundo, antes de que vinieran los franchutes con sus corbatas, chupetines, pelucas, polvos, casacas de cola de abadejo y demás porquerías que quitan al hombre su natural fiereza.
Pues los veinticinco duros que te dio para mí D. Carlos, se los has dado a ese Frasquito Ponte para que pague sus deudas, y vaya a comer de fonda, y se compre corbatas, pomada y un bastoncito nuevo... Ya ves, ya ves, bribonaza, cómo todo te lo adivino, y conmigo no te valen ocultaciones. Si sé yo más que tú.
Únicamente cuando llegó el pollo de las mazurcas, y se mostró temblando a sus pies, dignose la bella cuanto feroz sultana alargarle el pañuelo que tenía en la mano y elegirle como amante como justo premio a sus notabilísimas corbatas y sus no menos excepcionales chaquets.
¿Y qué te haces ahora? Esta pregunta seca y hecha en un tono más seco aún, cortó la tierna emoción que embargaba a nuestro joven en aquel momento y le dejó un poco embarazado. Poca cosa... Me divierto lo más que puedo. Sí, sí, ya lo he sabido, que eres un joven a la moda. Las modas duran poco; pasaré como han pasado las trabillas y las corbatas de suela...
Las cintas de los sombreros, los gallardetes de los palos de popa, los pañuelos y las corbatas comenzaron a tremolar vivamente. Los viajeros sintieron el dulce ensordecimiento que produce el viento agudo del mar, nutrido de sales.
Al fin de la calle de Montmartre, cerca de San Eustaquio, corbatas de seda por poco más de dos reales; en la calle de Richelieu, un sombrero por doscientos duros. Seguramente habrá mil contrastes más raros; pero no puedo hablar sino de lo que he visto en veinte y cuatro horas que vivo en Paris, y me parece que una regular indulgencia no podria exigirme más.
Volví a contar el dinero en presencia de todos. ¡Cabalito! ¡Tiene usted razón! murmuró don Juan. ¡Usted dispense! Don Cosme no se dió cuenta de lo que pasaba. Porras me detuvo al paso, y, poniendo sus manos en mis hombros, me dijo dulcemente: ¡Este hombre no tiene remedio! ¿Quién le manda a usted gastar esas corbatas... tan bonitas¡ ¡Paciencia, joven! ¡Paciencia!
Sacó a luz algunas anécdotas de su vida, en que no hacía muy honroso papel, y hasta la emprendió con sus trajes y corbatas, no perdonando medio para hacer reir a su costa. Los del Saloncillo sabían de esta carta y esperaban con ansia y fruición el golpe. Al fin la envenenada flecha que tanto temía Gonzalo, vino a clavársele en el corazón.
Palabra del Dia
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