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Actualizado: 29 de octubre de 2025


Montiño notó aquella conmoción, la tradujo por amor propio á su favor, y acordándose de que Quevedo le había dicho: Importa á la reina acaso, el que volváis loca á esa mujer y comprendiendo que el servir á la reina, el sacrificarse por ella, era la mejor seducción que podía emplear para con doña Clara, se decidió á tomar á la comedianta por instrumento, y á destruir el mal efecto que le habían causado sus últimas palabras.

Al entrar en un espacio iluminado, el padre Aliaga miró con ansia á la comedianta; al verla, dió un grito. ¡Ah! exclamó ; ¡es ella! ¡Margarita! Os habéis engañado, señor dijo la Dorotea ; yo no me llamo Margarita.

Lo que ha dicho este hidalgo es la verdad. ¡Oh! yo siempre lo que me digo contestó con fatuidad don Bernardino, atusándose el bigote izquierdo. Menos cuando no dijo la comedianta. Mejor será que callemos, prenda, que os estará bien. En mal hora se metió don Bernardino con la comedianta. Esta, que quería tener un motivo sólido de entablar conocimiento con Juan Montiño, forzó la situación.

No sabía Quevedo, no podía pensarlo, después de lo que había oído en la casa de la comedianta, entre ésta y el duque de Lerma, que la tormenta se preparaba para él; que él era la carne muerta; esto es, el hombre preso á cuyo olor iban aquellas aves de rapiña. Apenas se perdió Quevedo por las escalerillas, cuando uno de los alguaciles se echó fuera del alcázar más ligero que un rehilete.

El lacayo tiró el patio adelante y llevó á la comedianta á las altas regiones donde vivía el cocinero mayor. Allí es, señora dijo señalando una puerta á Dorotea. Bien, idos; gracias. El lacayo se fué. Dorotea se quedó sola en una galería estrecha, larga y tortuosa y delante de una puerta. Llamó á ella con impaciencia. Abrióla una mujer joven y bella. Era Luisa.

No me recordéis eso... No me abráis la llaga,.. ¡Qué hermosa estábais, Dorotea! ¿Qué, ahora lo estoy menos? dijo con acento singular la comedianta. No, no por cierto. Ahora estáis más hermosa, pero sois también más mujer. Entrémonos aquí dijo la Dorotea ; empieza á llover. Y se detuvo delante de una puerta, tras la cual se veía un fondo largo y negro. Pero ved, hija mía, que esto es una taberna.

¡Ah! dijo con cierto disgusto la Dorotea. Enamorado de vos. ¡De ! exclamó riendo la comedianta. ¡Cosas de Quevedo! dijo Montiño terriblemente contrariado. No, no por cierto... cosas de Dorotea. ¡Cosas mías! Ciertamente, porque vuestras cosas son las que han quitado el apetito de todas las cosas al señor Juan Montiño. ¡Ah! ¿os llamáis Montiño? Es sobrino del cocinero mayor del rey.

¿Sabéis que es muy dichoso don Rodrigo Calderón? La comedianta hizo un gesto indefinible, mezcla de disgusto y de desdén á un tiempo. No me nombréis ese hombre dijo. ¡Bah! ¿pues no le amáis?

¡Estudiáis para clérigo! dijo haciendo un mohín de repugnancia la comedianta, á tiempo que salía Montiño de la alcoba. Ha ahorcado los hábitos dijo Quevedo saliendo tras Montiño. ¡Ah! he ahí una justicia que me agrada; y eso que no puedo ver á un ahorcado sin tener malos sueños. ¿Y qué diablos hacéis ahí, hijo Manolillo, doblado y redoblado? dijo Quevedo.

Don Francisco vendrá á buscaros... Pues no encuentro medio... ; dejar esta conversación. Dejémosla. Hablemos de otra cosa. Pero ninguno de los dos habló. Bebieron en silencio sus copas. Pasaron algún tiempo callando. Dorotea miró involuntariamente á Montiño. En aquel momento Montiño miró á la comedianta. Esta doble mirada fué más elocuente, más intensa que la anterior.

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