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Actualizado: 28 de julio de 2025
No descuidaba ella por eso el gobierno de su casa, que estaba saltando de limpia, y todo muy en orden, a pesar de los siete chiquillos que tenía, el mayor de ocho años; pero como la casa era muy grande, a los cinco mayores, entregados a una mujer ya anciana y de toda confianza, los tenía en el extremo opuesto de aquel en que estaba ella, a fin de que no turbasen con sus chillidos y gritería, ya sus solitarias meditaciones, ya sus lecturas, ya sus interesantes coloquios con el padre Anselmo, con el cacique o con alguna persona de fuste que viniese a visitarla.
De súbito, pues, y cuando todos los concurrentes menos lo preveían, lanzó el gaucho varios feroces reniegos, se levantó de la mesa, agarró del brazo a Catalina e intentó llevársela consigo a tirones y poco menos que arrastrando. Llena de susto y lastimada por la violencia, la muchacha dio chillidos.
Uno de los compañeros atisbó al diputado Vidal que guiaba un tílbury, y escapó a colocarse a su lado, lanzando chillidos horrísonos. «¡Perico! ¡Perico! padre de la patria, aguárdame.» El otro tuvo la felicidad de ver a su novia en carretela y fue a colocarse de pie en el estribo. Quedó Miguel solamente en espera de algún amigo; pero no acababa de pasar.
Para realizarlo se acomodaba en la vasta mesa, no lejos del fuego del hogar, cebado por Sabel con gruesos troncos; y cogiendo al niño en sus rodillas, a la luz del triple mechero del velón, le iba guiando pacientemente el dedo sobre el silabario, repitiendo la monótona salmodia por donde empieza el saber: be-a bá, be-e bé, be-i bí.... El chico se deshacía en bostezos enormes, en muecas risibles, en momos de llanto, en chillidos de estornino preso; se acorazaba, se defendía contra la ciencia de todas las maneras imaginables, pateando, gruñendo, escondiendo la cara, escurriéndose, al menor descuido del profesor, para ocultarse en cualquier rincón o volverse al tibio abrigo del establo.
Un amanecer, Jaime, que había traído su escopeta, disparó dos tiros contra un grupo de cabras que estaban a gran distancia, seguro de no tocarlas, por el placer de verlas saltar en su huida. Los estampidos, agrandados por el eco del canal, poblaron el espacio de chillidos y aleteos. Eran centenares de gaviotas viejas y enormes que abandonaban sus guaridas espantadas por el estruendo.
No había que olvidar que don Fermín no la quería ni la podía querer para sí, sino para don Víctor». Cuando Ana se perdía en estas y otras reflexiones parecidas, se oyó la voz de Obdulia que daba grandes chillidos pidiendo socorro. Los que tomaban pacíficamente café bajo la glorieta, acudieron al extremo de la huerta. ¿Dónde están? ¿dónde están? preguntaba asustada la Marquesa.
Tendía ansiosamente las manos, y Perucho, comprendiendo la orden, acercaba la cabeza cerrando los párpados; entonces la pequeña saciaba su anhelo, tirando a su sabor del pelo ensortijado, metiendo los dedos de punta por boca, orejas y nariz, todo acompañado del mismo gorjeo, y entreverado con chillidos de alegría cuando, por ejemplo, acertaba con el agujero de la oreja.
Solamente, en medio de ese rumoreo adormecedor, lanzaban de vez en cuando al aire sus agudos chillidos algunos pequeños mochuelos que volaban de rama en rama e iban a posarse finalmente en las medio desnudas de un viejísimo roble.
La primera manifestación que hizo de sus ideas acerca de la libertad humana y de la propiedad colectiva consistió en meter mano a las velas de colores. Una de las niñas llevó tan a mal aquella falta de respeto, y dio unos chillidos tan fuertes que por poco se arma allí la de San Quintín. «¡Ay Dios mío! exclamó Benigna . Vamos a tener un disgusto con este salvajito...».
Los chicos de las plazuelas, de la Caleta y la Viña, no querían que la ceremonia estuviese privada del honor de su asistencia, y arreglándose sus andrajos, emprendían con sus palitos al hombro el camino de la Isla, dándose aire de un ejército en marcha, y entre sus chillidos y bufidos y algazara se distinguía claramente el grito general: ¡A las Cortes, a las Cortes!
Palabra del Dia
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