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Con lo cual éstos corrían detrás del cortejo dando chillidos penetrantes y poniendo en conmoción al vecindario. Salieron al fin de la ciudad por la famosa puerta, siguieron buen trecho la angosta lengua que la une á la tierra y pararon delante de una de las más nombradas tiendas de vinos en que la juventud gaditana acostumbra á solazarse.

Carmencita, absorta en su desconsuelo, se levantó de pronto estremecida por un resoplido siniestro, y, toda temblorosa, gritó una vez más: ¡La nétigua!... De las habitaciones de don Manuel salían ya los chillidos agudos de doña Rebeca, y el ave agorera tendía sobre el azul cobalto de la noche su vuelo silencioso.... El hidalgo de Luzmela había muerto.

Estaba a veces adormilado en los bancos del pasillo o en el sofá de la sala, y cuando oía que, bajo los chillidos agudos de Narcisa o bajo las sinrazones de su madre, temblaba como un pajarillo la fresca voz de Carmencita, corría hacia ellas, recatándose detrás de las puertas o a la sombra de las paredes para no perder ni un detalle de la escena dolorosa.

Al frente marchaba un mascarón enarbolando una escoba, con la cara hollinada y vestido con arpilleras y lazos de papel. ¡No me conoces!... ¡No me conoces! Y como saludo le echó un escobazo a la cara, huyendo después con paso vacilante, dando chillidos, seguido de la chusma infantil, que vociferaba aclamando sus gracias.

La juventud de la villa tuvo fuerzas para arrollar las ruines pasiones que agitaban los pechos de sus papás, y entró en aquel solitario salón como un torrente desbordado, haciéndolo resonar con sus risas y pláticas, con chillidos horrísonos: Alvaro, ¿me conoces? ¿me conoces? ¿Por qué no te casas? Mira que ya vas caminando para Villavieja.

Jacinta mojaba sus dedos en ella diciendo con temor: «¿estará muy fría?, ¿estará muy caliente? ¡Pobre ángel, qué mal rato va a pasar!». Benigna no se andaba en tantos reparos, y ¡pataplum!, le zambulló dentro, sujetándole brazos y piernas. ¡Cristo! Los chillidos del Pituso se oían desde la Plaza Mayor.

El piar de pájaros también se precipitaba en aquel sombrío confín, y los chillidos con que Juan Evaristo pedía su biberón.

Oyó un tiro lejano, después el estrépito de las peguetas que volaban riéndose con estridentes chillidos; las vio pasar sobre su cabeza. No se movió. Que se fueran al diablo.

Pues con perdon de esos grandes hombres, contestó mirándome mi mujer, y de las piedras que esos grandes hombres pisaron, te digo y te repito que estoy cansada, y que si no nos vamos á las Tullerías, me tendré que sentar en medio de esta acera.... Al decir esto, se paró como si quisiera dar más fuerza á su argumento, cuando oimos los agudos chillidos de un perro, que salia casi ardiendo de un portal de enfrente.

Tres ó cuatro veces descargaba cuchilladas con una violencia increíble. Las mujeres se tapaban los ojos y daban espantosos chillidos, creyendo ya segada la garganta del muchacho que prefiguraba á Cristo; pero el tío Gorico paraba el golpe antes de herir, como no atreviéndose á consumar el sacrificio.